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De la mediocridad de las ambiciones

Jesús Silva-Herzog Márquez

México es un país que no sabe lo que quiere. Sé que la frase que acabo de perpetrar es absurda, engañosa y un poco tonta. Los países no quieren cosas, no son sujetos provistos de voluntad y de ánimo. Son los hombres, los individuos los que tienen deseos e impulso de cumplirlos. Pero hay colectividades con rumbo y colectividades a la deriva. Países con ambición y países sin apetito. México parece un país desorientado y pasivo. Un país sin ideas y sin pasiones. Nadie podría decir que la tribu nacional tiene dirección. Nuestro gran orgullo es que no nos hundimos, celebramos flotar con el cuello por encima del agua y con eso nos contentamos. Estamos perdiendo nuestra guerra vital. No me refiero a la batalla contra los delincuentes, hablo de la resistencia frente a la inercia. Si los países viven es precisamente porque se rebelan contra lo dado y aspiran transformar su herencia. La política mexicana no aporta ese principio de dirección. Nuestra política ha dimitido frente a la física.

Nuestra política es salival, no motriz. No conduce a ningún lado, pero nos salpica de palabras, de pequeños pleitos, de causas triviales. Lejos de ser un brote de ordenación, nuestra política es un gallinero de gallinas estériles.

Desde muchos lados se analiza la razón de nuestro atasco. Rastros de un pasado que sobrevive, trampas de los abusivos de siempre, defectos de la forja institucional. Hay otra carga que nos detiene y de la que se habla poco. Siguiendo a Tocqueville, podríamos hablar de la mediocridad de nuestras ambiciones. El viajero francés sorprendía a sus lectores cuando advertía un problema insospechado en la democracia. Mientras sus contemporáneos imaginaban al régimen democrático como una salvaje explosión de potencialidades, una fuerza capaz de arrasar todo lo antiguo bajo el sueño de una utopía, Alexis de Tocqueville sospechaba la enfermedad contraria. La democracia no anunciaba la coronación de la ambición política sin límites, sino su eclipse. Bajo el régimen de los contrapoderes y las elecciones frecuentes, los grandes proyectos quedarían enterrados en los pequeños cálculos y en las mezquinas ambiciones. Todo tendría que ser filtrado por el colador de lo vendible. No nos envenenaría la soberbia de un poder expansivo, nos asfixiaría el conformismo.

De ahí que Tocqueville se preguntara por qué en Estados Unidos había tantos ambiciosos y tan pocas grandes ambiciones. Todos querían salir de su condición original, cada uno de los ciudadanos norteamericanos buscaba mejorar, tener un mejor trabajo, comprar una casa más grande, aumentar sus ingresos. Pero pocos anhelaban grandes cosas, pocos se trazaban una ruta de vida verdaderamente hazañosa. Nadie osaba el desafío. Por eso temía la mediocridad de los deseos democráticos. No debemos desconfiar de la audacia de las sociedades democráticas. El verdadero problema es su reverso: la desgana, el aplacamiento de la pasión, la pereza. Muchos ambiciosos, pero pocas grandes ambiciones, ¿no es ése el pie de foto de nuestro paisaje? El pluralismo ha hecho florecer un sinnúmero de trepadores que buscan ascenso. Antes estaban ocultos, pero ahora muestran públicamente su ambición. Están en el congreso, en los ayuntamientos, en los partidos, en las cortes de los gobernadores o en el tercer círculo presidencial. Los padecemos en campaña permanente. Tienen la mirada fija en el siguiente peldaño, en el puesto superior, en la oficina alfombrada pero, ¿qué quieren? Aunque usan con frecuencia un lenguaje épico, en realidad nos convocan a respaldar su decorado. Y al conformismo del poder lo acompaña, convenientemente, el conformismo de la queja.

La política mexicana de estos días no quiere nada, no busca nada, no consigue nada. No es una fábrica, es una batidora. Decía al principio de esta diatriba que México no conocía sus aspiraciones. Quiero decir que su clase gobernante no tiene la menor idea de lo que quiere hacer con su poder, que la clase empresarial no tiene más ambición que su renta, que no se ha construido un consenso social para nuevo siglo. Y no se ve nadie que esté empujando una agenda de largo aliento. Ahí viene mi pregunta central: ¿cómo puede gobernar una clase política que no sabe lo que quiere? ¿Cómo manda un gobierno que no sabe a dónde se dirige? Es cierto que es difícil poner las piezas en sintonía para mover el complejo artefacto de la gobernación democrática. Es verdad que el ensamblaje de las coaliciones es una operación difícil. Pero más grave es la ausencia de un proyecto claro. Para gobernar hay que saber mandar, decía Ortega y Gasset. Pero también es necesario “saber querer”. No basta con obligar, es indispensable proyectar un boceto de vida futura.

No tenemos ese dibujo. Apenas tenemos un mapa de los acomodos, un plan de sobrevivencia, una rutina para la flotación. El negocio de la obstruir resultó rentable. No solamente entrega puntualmente buenos dividendos, sino que permite a la clase gobernante barrer debajo de la alfombra su vacuidad intelectual y su pequeñez política. El resorte sicológico del obstructor es simple: traslada la responsabilidad de su displicencia a los vicios del otro. Está convencido de que lo necesario es imposible y no tiene la menor idea de lo que puede hacerse. Por eso se consuela con sus excusas y sus obsesiones: los reaccionarios no pueden tener razón; los populistas son una amenaza. Decía el mismo Ortega que el capital de un pueblo no era numismático. No era siquiera económico. El capital de una sociedad consistía a su juicio en la energía productora de ideas civiles. Difícil escribir esa línea pensando en México: “energía productora de ideas civiles”. Ideas civiles, ¿qué será eso?

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