Y esta vez a cántaros.
Nos gusta el término, porque parece que del cielo no sólo abrieran todas las llaves sino que también estuvieran vaciando los grandes cántaros allá guardados.
Y andamos por el campo, disfrutando de la lluvia y los aromas que le saca a la naturaleza.
Este verde que hoy vemos en los valles nos parece más hermoso que el de años anteriores.
¿O será que con la edad nos hacemos más sensibles?
Nada como el aroma de las plantas.
Petra Araiza, que en gloria esté su alma, distinguía cada olor.
Aquí esté la hierbabuena, acá el epazote, acá el orégano, acá la mejorana.
E iba cortando ramas que era un contento.
Y nos decía: Aquí llevo mis medicinas para todo el año, para no ir a la botica de tu Tío Eliseo tan seguido.
Y esta lluvia también nos trae a la mente los recuerdos de aquellas tardes en el Barrio de España, cortando tunas y luego las caminatas hasta el Cerro de la Mesa para cortar sabrosas biznagas y pequeños garambullos.
Y mientras cae la lluvia tan fuerte y tan tupida el panorama casi desaparece, pero nos parece ver como fantasmas a hombres que con capas de hule blanden machetes, cortando el temporal. Son sólo imaginaciones pues no hay nada, sólo agua que cae en torrente no común.
Y en las casas cercanas se escucha un coro de niños que cantan: Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva.
