De oficio carpintero.
De vocación enamorado.
Y como distintivo personal: no hacerle daño a nadie.
Personaje típico de nuestro pueblo.
Todavía anda por ahí, disfrutando de la vida y sus placeres.
Tenía la bicicleta más adornada de los contornos.
Y en cierta ocasión la llevó a empeñar con Tío Pablo por unos tragos.
Pasaba el tiempo y como no recogía el vehículo, nos llenaba de tentación, pues se prestaba para que por fin aprendiéramos a pedalear uno de esos instrumentos.
Así que una mañana solitaria, que no había nadie en las cercanías, trepamos raudos y veloces a la mulilla de acero y a darle al pedal.
Todo iba bien. Con ciertas dificultades íbamos hilando los pedalazos, pero los manubrios no los podíamos dominar pues eran como toros en celo que se iban para un lado y para el otro.
En el largo pasillo, pista de nuestro aprendizaje, los bellos macetones, altos y llenos de pedacitos de porcelana, sufrieron la embestida de nuestro frágil vehículo, cayendo y haciéndose mil pedazos.
¡Qué susto! ¡Qué sudor y qué bochorno!
Recogimos los pedazos pero quedó el gran hueco, y al día siguiente, al conocerse la gran tragedia de los macetones, prefirieron regresarle a Ramirito su bicicleta para que no causara más estropicios.
Un día, a esta Casa llegó Ramirito para hacernos una súplica.
“Mira, - nos dijo- me voy a divertir por estas calles y estos lugares. Ya ves cómo anda la policía, así que si me detienen porque le falté a alguien al respeto, déjame en la cárcel, pero si es por haberme tomado unas copitas, sácame de inmediato, pues las crudas me hacen mucho mal encerrado”.
Y se lo prometimos. Naturalmente nunca ha hecho nada malo, sigue por ahí alegre y despreocupado, y que el Señor lo cuide y lo proteja.