Que aparecen un día, conviven con nosotros, y desaparecen.
Alguna vez platicamos aquí de Doña Lupe, una mujer madura, todavía fuerte, que apareció cerca de Navidad en nuestra casa de pueblo, pidiendo trabajo.
Eran días y noches muy frías, y mamá con ése su buen corazón le dio casa, comida y trabajo.
Por las noches, algo cansada de los quehaceres, gustaba de reunirnos para contarnos cuentos.
Los sabía todos, y los narraba con tanta emoción que nos hizo olvidarnos de los juegos a los que estábamos acostumbrados con los otros niños del barrio, pues queríamos conocer más de ese mundo maravilloso que nos describía cada noche.
Cuando sintió que nuestro interés era cada vez mayor, fue intercalando en sus cuentos frases que hablaban de la brevedad de las cosas y de las personas, que un día se van para no volver.
Guisaba sabroso y nos daba gusto a todos.
Nuestras preferidas eran las gruesas tortillas, hechas a mano, que pasaba por el comal untado de manteca, y por las noches sus champurrados con gorditas de horno.
Pasó el invierno y antes de nacer la primavera un día no estaba más en la casa.
No se despidió, no avisó. El pequeño envoltorio que contenía su poca ropa no estaba ya en el rincón de costumbre.
¿Quién era? ¿Por qué había llegado, precisamente a nuestra casa a llenarnos de atenciones y cariño?
Muchas veces pensamos en ella y lo que significó para nuestra existencia, pues con sus narraciones nos transportaba a lugares hermosos, donde nuestra imaginación nos hacía convivir con personajes increíbles.
Tiempo después de que se fue, empezamos a escribir cosas que nos llamaban la atención aquí y allá, tal vez inspirados por las narraciones de Doña Lupe.