“El que se va se calla”, dijo hace una semana el secretario de Gobernación ante el chorro de opiniones fallidas y defensas impropias expresadas por el ex presidente de México, Vicente Fox Quesada. El muy conocido reportaje de la revista ‘Quién’ sobre su ‘austero’ modo de vivir había provocado uno más de los muchos oleajes de la censura pública hacia un mandatario cuya principal virtud nunca fue la discreción, ni siquiera en los asuntos obligados a manejarse con esa virtud.
La frase del secretario Ramírez Acuña fue sólo una referencia histórica a la práctica consuetudinaria en los regímenes presidencialistas que tuvo el país entre los años 1934 y 2000. No es, siquiera, una disposición que aparezca en algún documento oficial, mucho menos en un reglamento o en alguna ley administrativa. Era, sí, un valor sobreentendido entre los presidentes que empezaban su ejercicio legal y los presidentes que lo concluían. Constituía una fórmula para llevar la fiesta en paz: como en los bailes populares quien baila en una ‘parada’ se ‘sienta’ en la que sigue. Por eso quienes dejaban la Presidencia se iban física y espiritualmente del ámbito político. Los ‘ex’ penetraban a una especie de limbo por los siguientes seis años, de modo que ni siquiera aparecían en un evento social, mucho menos en uno de orden público.
El sabio y ponderado ex presidente Lázaro Cárdenas del Río, inventor del autoritarismo presidencial, aceptó una comisión de la Secretaría de la Defensa Nacional, cuyo titular era él mismo, en el Gobierno subsiguiente del general Manuel Ávila Camacho, por dos razones: primero, México estaba a punto de declarar la guerra a las naciones del eje Alemania, Italia y Japón durante la segunda conflagración mundial del siglo XX, así que su experiencia y su reconocida lealtad a las armas y al país lo obligaban a servir patrióticamente como encargado de las operaciones militares en la costa Norte del Océano Pacífico y en la frontera con Estados Unidos; y segundo: el presidente Ávila Camacho consideraba que con esa designación podría cumplir dos objetivos: la absoluta lealtad al Gobierno de don Lázaro y el control de las Fuerzas Armadas.
Años después, en 1959, el general Cárdenas hubo de sufrir un traspié histórico: Alucinado por la revolución castrista de Cuba, habló con el presidente Adolfo López Mateos de su intención para ir a pelear contra el Gobierno militar de Fulgencio Batista en aquella isla caribeña, reconocida como bastión del capitalismo norteamericano. Con palabras de respeto por la figura histórica que tenía a su vista, don Adolfo sólo comentó con el general Cárdenas los riesgos de su actitud, que le podrían acarrear graves problemas internacionales; pero por delicadeza no se lo prohibió expresamente, pensando que ‘al buen entendedor pocas palabras’. Pero don Lázaro no supo entender el diplomático mensaje y al día siguiente intentó salir a Cuba en un vuelo privado, lo que no pudo realizar, pues cuando llegó al aeropuerto lo esperaba el secretario de la Defensa Nacional, general Francisco L. Urquizo, para invitarle enérgicamente a permanecer en nuestro país, por acuerdo del Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas de México a las cuales él pertenecía.
De ahí en adelante la lección de no invadir el área del poder presidencial se observó sexenio tras sexenio, mas no consecutivamente ni en todos los sexenios inmediatos: Miguel Alemán respetó al general Ávila Camacho, pero Adolfo Ruiz Cortines dio algunos ‘llegues’ a Miguel Alemán por el sensible flanco de la honestidad de su Gobierno. Don Adolfo López Mateos, el joven, que siguió a Ruiz Cortines se portó caballerosamente con Adolfo el viejo y cuando entregó el poder a Gustavo Díaz Ordaz no enfrentó ningún problema. Para el presidente Días Ordaz su antecesor era político delicado de salud ya que sufría un aneurisma cerebral que le provocaba una constante y dolorosa migraña; apenas parecía tendría la fuerza suficiente para concluir su sexenio con dignidad, siempre bajo vigilancia médica. No sucedió igual entre Díaz Ordaz y Luis Echeverría. Éste, para alejar a quien le debía la Presidencia, lo designó, sin su aceptación, como embajador de México en España. Tan a disgusto iba Díaz Ordaz que el mero día de la presentación de cartas credenciales Díaz Ordaz dio respuestas críticas a la prensa en relación con su sucesor y abandonó, tal es la palabra, la responsabilidad de la Embajada.
Fue público y notorio que Luis Echeverría escogiera a su amigo de juventud, José López Portillo, como sucesor; pero en la primera oportunidad tuvieron diferencias públicas. Echeverría seguía manejándose como presidente en funciones y JLP aún no aprendía gobernar. A tal grado devino aquella distorsión que después de una de las críticas de Echeverría al Gobierno lopezportillista, el presidente preguntó a toda página en los medios impresos: ¿Tú quoque, Luis? ¿También tú, Luis? Días después los reporteros preguntaron al ex presidente Díaz Ordaz: ¿Y cómo sigue de su vista, don Gustavo? “Mal, muy mal, yo veo dos presidentes”.
El que se va se calla, recordó Ramírez Acuña a su compañero de partido Vicente Fox, pero éste ni se va, ni se calla...