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De medios y lealtades

Jesús Silva-Herzog Márquez

La censura tiene buenos amigos en México. Si los silenciados defienden innobles causas, bien hace quien les tapa la boca. La clausura de un canal televisivo en Venezuela recibió en México importantes tributos de comprensión y aplauso. La Jornada tuvo a bien explicarnos que, de ninguna manera se trataba de un ataque a las libertades democráticas. No debíamos exagerar. Se trataba de una simple decisión administrativa que debía entenderse como una respuesta razonable a la conducta antidemocrática de la televisora. A juicio del diario, “el hecho, por sí mismo, no constituye un atentado contra la libertad de expresión ni representa la clausura o la censura de un canal”. Un alto representante del Partido de la Revolución Democrática consideró que la cancelación de las trasmisiones de la entidad privada y su conversión en agencia estatal eran medidas democráticas. La toma del canal era vista como un paso en la construcción de medios de comunicación populares y participativos.

Parece bastante claro que en Venezuela se encamina hacia nuevas forma de autoritarismo, un autoritarismo electivo que tiene buenas perspectivas de crecimiento en la región. El populismo autoritario bien puede instalarse en un territorio marcado por la desigualdad, el desprestigio de la clase política y la blandura del tejido de legalidad. Marina Ottaway ha escrito un libro sobre las nuevas formas autocráticas en el mundo (Democracy Challenged. The Rise of Semi-Authoritarianism, Carnegie Endowment for International Peace, 2003). Llama semiautoritarios a esos sistemas de Gobierno.

Regímenes ambiguos que combinan la aceptación retórica de la democracia liberal, la existencia de ciertas instituciones democráticas, respeto a ciertas libertades y determinaciones esencialmente antiliberales o francamente autoritarias. No se trata de democracias imperfectas o inmaduras. En estas autocracias electivas la democracia queda vaciada de elemento, quedando apenas como cascarón de formalidades.

Hugo Chávez ha sido cuidadoso con esa cáscara de requisitos y procedimientos. Es cierto que no utilizó al Ejército para clausurar un canal de televisión. Empleando los poderes que su Constitución le otorga, decidió no renovar la concesión a la emisora. Los dueños de la cadena pudieron inconformarse judicialmente. El régimen chavista no ha pretendido abolir las instituciones democráticas, pero sus tentáculos las han anulado como dispositivos de moderación y contrapeso. La retórica revolucionaria del régimen chavista es incompatible con la vigencia de una democracia robusta. Puede convivir con algunas estructuras y ritos, pero no con la dinámica pluralista y templada de la democracia liberal.

El caudillo es coherente en su concepción bélica de la política y de la democracia “popular”. Quienes atentan contra su Gobierno—es decir, contra la Revolución Bolivariana, es decir, contra la Historia y el Pueblo— deben ser castigados ejemplarmente. La narrativa revolucionaria que embruja su liderazgo resulta refractaria a la más elemental lealtad democrática que supone garantizar, por encima de cualquier otra cosa, el derecho a la herejía, libertad al abucheo y el reproche. Es claro que el poder puede emplear los artefactos de la legalidad para minar la democracia. El compromiso democrático implica un pacto con la legalidad, pero lo trasciende. Más allá de las formalidades, el gobernante demócrata ha de asumir un compromiso con la diversidad, con el diálogo, con la legitimidad del antagonismo.

No es extraño que la plaza de combate del régimen chavista y sus oposiciones sea una estación de televisión. El nuevo poder se encuentra donde están los dispositivos de la seducción mediática. En el caso venezolano esta tendencia es particularmente aguda por la devastación de los partidos opositores. Vale decir esto porque la lealtad de la que hablaba líneas arriba no es una exigencia exclusiva para los actores políticos.

El resto de los actores sociales, señaladamente, los medios de comunicación, deben dar muestra también de su compromiso con las reglas, y con las formas del debate público. No veo el peligro de la censura chavista en el escenario mexicano. Veo, sin embargo, una amenaza tan grave como la censura: la irresponsabilidad periodística y el abuso mediático.

Los medios de comunicación no son simplemente agentes económicos, competidores en el mercado del entretenimiento, cuya única justificación es la rentabilidad. Se trata de instituciones políticas que deben dar muestra cotidiana de compromiso democrático. El compromiso de los medios de comunicación debe entenderse como lealtad a las formas de una conversación. La libertad crítica es indispensable para la vitalidad de la democracia.

Es también ineludible la consideración a la diversidad, el alojamiento de posturas divergentes. La libertad de expresión no puede ser escudo para embestir al adversario, atropellarlo y taparle la boca, cancelando con ello la plataforma de la discusión pública y razonada de los asuntos nacionales.

Hace unos días fuimos testigos de una rara coincidencia de opciones políticas. Todas las fuerzas partidistas representadas en la Comisión Permanente del Congreso de la Unión concurrieron en condenar el modo en que las televisoras han cubierto la polémica sobre la nueva regulación de las telecomunicaciones. Más allá de la defensa de sus razones, el trato de las televisoras a los críticos ha sido injustificable. Por ello el órgano que representa al poder legislativo mexicano emitió un mensaje claro: no puede construirse un espacio de razonabilidad pública, una plataforma hospitalaria a la razón, los valores y las pruebas, cuando impera el idioma del pisoteo.

http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog

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