Decía un señor lleno de pesadumbre: "Mi vida sexual ya no fue la misma desde que me cayó en la entrepierna aquel líquido ablandador de carne"... "Debo verme muy viejo -se preocupaba un caballero de edad más que madura-. En el restorán pedí unos huevos tres minutos, y me hicieron que los pagara por adelantado"... (A otro veterano le ofrecieron en venta un terreno. El vendedor le dijo que era una inversión a futuro. "Joven -replicó el añoso señor-. A mi edad ya ni siquiera compro plátanos demasiado verdes")... En Australia un turista vio este anuncio en una carretera rural: "Australia, tierra de hombres muy hombres y ovejas muy nerviosas"... Le dice él a ella. "Te ves mejor sin tus anteojos". "Sí -responde ella-. Y cuando no los traigo tú también te ves mejor"... Hace ya casi 45 años llegué un día al periódico "El Siglo de Torreón" y con vacilante voz pedí hablar con su director, don Antonio de Juambelz. Yo era un novel escribidor de pocos años y menos letras aún de las muy pocas que ahora tengo. Don Antonio era una leyenda del periodismo nacional. Y sin embargo me recibió al momento. Yo no lo conocía personalmente. Me intimidó su porte señorial. Su mirada inquisitiva y su voz grave me hicieron preguntarme cómo me había atrevido a presentarme en aquella catedral. Desmañadamente saqué de un cartapacio unas muestras de mi columna y las puse sobre su escritorio. Manifesté con deshechas frases hechas que para mí sería un honor ver publicado algo mío en las páginas de "El Siglo de Torreón". Don Antonio no me dijo ni que sí, ni quizá ni que no. Me ofreció que vería mi material, y nada más. Regresé desolado a Saltillo. Unos días después un amigo me detuvo en la calle y me felicitó. Escribir en "El Siglo", me dijo, era una consagración. "Pero yo no escribo ahí", contesté. Él me mostró la primera página del diario. Venía un anuncio en recuadro: "A partir de mañana ?El Siglo? publicará todos los días la columna de Catón". Así empezó mi relación con el gran periódico lagunero. Este día "El Siglo" cumple 85 años de edad. Se acerca ya a la cuenta de su nombre. Desde aquí les digo a mis amigos de "El Siglo", herederos de la gran tradición dejada por aquel caballero del periodismo que fue don Antonio de Juambelz, que éstas son las mañanitas que cantaba el rey David, y les expreso mi inmensa gratitud por todos estos años de cordial trato y amistad. Ahora comparto páginas con otro colaborador que "El Siglo" recibió con la misma generosidad con que me abrió sus puertas: mi hijo Javier, que empieza a recorrer -aunque con bagaje mucho mejor que el mío- el camino que he recorrido yo. Viva muchos años más "El Siglo", y siga siendo lo que ha sido siempre para la noble comarca lagunera: el defensor de la comunidad... Termina esta columna con un chiste atrevido. Las personas que no tienen el atrevimiento de leer chistes atrevidos deben suspender en este preciso instante la lectura... Hubo una junta para pedir a personas de ambos sexos la donación de órganos. Una dama ofreció sus córneas, y fue muy aplaudida. Un joven dijo que donaba su hígado, e igualmente fue ovacionado. Una muchacha manifestó que hacía donación de sus riñones, y también recibió el aplauso de la gente. En eso, desde el fondo, se oyó la débil voz de un pequeño señor de edad madura. Anunció con timidez: "Yo dono mi ésta". El singular ofrecimiento fue causa de alborozo entre la gente. Todos quisieron ver al donador. A coro empezó a gritar el público: "¡Que se pare, que se pare!". Y dice con tristeza el hombrecito: "Si se parara no la donaría"... (NOTA: Ofreció, claro, la víscera cardíaca)... FIN.