El rey Jackoff, joven monarca de Sidonia, se veía, pálido, macilento, demacrado, laso, exangüe y enjutado. Los protomédicos de la corte, inquietos por la flaca salud del soberano, acordaron observar discretamente los hábitos del rey a fin de encontrar la causa de su debilidad.
No tardaron en dar con ella: los espías de cámara informaron al protomedicato que el inexperto mancebo solía entretenerse consigo mismo en solitarios goces, y lo hacía en modo tan frecuente que sus fuerzas mermaban cada día, y su salud desmejoraba. Trajeron los doctores al obispo Gaffer, y éste impartió al muchacho las sabias admoniciones de la religión: si seguía incurriendo en aquel pernicioso hábito le saldrían pelos en la mano culpable -o en las dos, si ambas participaban en la falta- y aindamáis se quedaría ciego, o por lo menos bastante miope.
Además, remató, el pueblo lo bautizaría con algún mote despectivo, por ejemplo "Jackoff Pulseras", en vez de decirle "Jackoff el Grande", "Jackoff el Magnífico", o cualquier otro de los epítetos que habían acompañado el nombre de sus predecesores de feliz memoria. El réspice del dignatario no pareció impresionar al desvaído monarca, que -según informes de la policía secreta- no sólo persistió en su inveterata consuetudo (costumbre arraigada), sino arreció en su práctica.
El Primer Ministro, entonces, propuso un remedio radical: en tanto que el joven rey contraía matrimonio, lo cual poco a poco le haría perder interés en la cuestión del sexo, había que ponerle al lado una mujer diestra en las artes amatorias, a fin de que lo rescatara de aquella concentración erótica en sí mismo. Del reino vecino fue traída una notoria dama, lady Bumpfuzz, de quien se decía era capaz de poner en trance de tumefacción viril hasta al mismísimo David, la marmórea estatua de Miguel Ángel. Condujeron a la sapiente cortesana a una cámara cuyo mueble principal era un lecho en forma de corazón. Sobre él había espejos venecianos, y en su torno las paredes estaban decoradas con picantes dibujos sugeridos por las obras del Aretino. Se dispuso una mesa con viandas que el caballero Casanova y otros conspicuos cipridólogos tuvieron como afrodisíacas: ostras; chocolate de las Indias; vino español amontillado; hueva de esturión aderezada con pimienta y clavo, etcétera.
Ya se sabe que, como dijo Terencio, Sine Cerere et Libero friget Venus, sin Ceres y Baco -o sea sin comida y bebida- se enfría Venus. Llegó el joven rey, fue presentado a la experta mesalina y quedaron los dos en aquel discretísimo aposento. Afuera el primer ministro y el obispo aguardaban con ansiedad el curso de los hechos: seguramente la señora descubriría al rey otros placeres más godibles que aquellos de Narciso a que se dedicaba. Pasó una hora, y como no se oyó señal de ruido el funcionario y Su Excelencia abrieron con cuidado la puerta de la habitación y se asomaron. Lo que vieron los dejó estupefactos: la señora yacía en el lecho, derrengada, y el soberano estaba haciendo lo mismo que consigo mismo hacía siempre. Preguntó, consternado, monseñor: "¿Qué sucedió, sire?".
Y respondió el joven rey sin dejar su ocupación: "A la señora se le cansó el brazo"... Este largo relato me sirve de palabra liminar para ilustrar una meditación. El problema con nuestros políticos es que se dedican exclusivamente a la política en un inacabable ejercicio narcicista de poder, sin procurar que su tarea se traduzca en acciones de bien para el País. Son "grillos" -según el expresivo símil popular- cuya pedestre y monótona canción no trae consigo plausibles resultados. Los políticos que buscan y ejercen el poder por el poder mismo deberían pensar más en el bien común y menos en sí mismos y en su propio bien... FIN.