Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Tan gélida es que un día fue al cine a ver el film "Infierno en la torre", y por extraño fenómeno que el cácaro -encargado de hacer la proyección- no ha podido explicar, el aparato proyectó en la pantalla la película "El día después de mañana", en que una masa de hielo ártico hace que se congele la ciudad de Nueva York. Pues bien: la semana pasada don Frustracio, el lacerado esposo de doña Frigidia, le pidió la celebración del rito coitivo, solicitud que molestó mucho a la señora. "¿Nunca te cansa el sexo?" -le preguntó a su esposo con tono acre. "Pero, mujer -trató de alegar él-. La última vez que lo hicimos fue cuando lo de las Torres Gemelas". Exclama con escándalo la doña: "¿Y ni siquiera ese trágico acontecimiento apartó de tu mente los pensamientos eróticos? ¡Eres un maniático sexual!". Suplicó, sin embargo, don Frustracio, y finalmente su consorte accedió a realizar el acto a condición de que al mismo tiempo pudiera ella limarse las uñas, pues las traía -dijo- bastante descuidadas. Terminada la ocasión don Frustracio quiso conversar con su señora, pero ella, que había completado ya su manicure, siguió ahí mismo con el pedicure, lo cual anuló la posibilidad del diálogo: doña Frigidia se concentraba siempre en lo que hacía. Bueno, en casi todo. Entonces don Frustracio se fue a la cantina del barrio a desahogar su pesadumbre. Ahí pidió una copa, la apuró de golpe y luego pronunció la frase que más se escucha en las tabernas: "Mi esposa no me comprende". Como el cantinero no respondió nada preguntó don Frustracio: "¿Y a ti?". "A mí tampoco -dijo el hombre-. Tendremos que hablar los dos con ella"... Es cierto: la Revolución se hizo sobre las ruedas del ferrocarril. Y ésa fue la gran desgracia del ferrocarril. Al terminar aquella larga serie de violencias, con su secuela de asonadas de "quítate tú para ponerme yo", los revolucionarios se quedaron con los ferrocarriles como cosa y posesión suya, y un vicioso sindicalismo dio al traste con el sistema ferroviario mexicano. Efecto de eso fue que las carreteras se atestaron de vehículos pesados, necesarios para transportar la carga que la insuficiencia del ferrocarril no puede transportar. En particular la vía terrestre que une a Saltillo con Monterrey -o viceversa, dijo Perogrullo, según la dirección en que se vaya- llegó a convertirse casi en una calle céntrica de ciudad grande, así es de intenso el tránsito que se registra ahí. Buena noticia es, por lo tanto, la de la iniciación de trabajos tendientes a la construcción de una carretera de peaje. En este caso el capital privado, extranjero, hará lo que el Estado mexicano parece estar en imposibilidad de hacer: proveer de caminos a su población. Pero, como dice el sapiente proverbio popular: hágase el milagro y hágalo el diablo. Sigamos pagando el costo de la Revolución, todo con tal de preservar la vida, tan en riesgo cuando se viaja por las colmadas carreteras que se llaman "libres", y que en verdad no lo son tanto, pues las pagamos con nuestros impuestos, aunque no hagamos uso de ellas por instinto de conservación... Un tipo se confesaba con el padre Arsilio: "Soy casado -le dijo-, y anoche estuve con otra mujer. La abracé, la besé, le quité la ropa, y cuando me disponía a hacerle el amor recordé que soy casado, y me detuve". "Le hubieras seguido -le dice el padre Arsilio-. A esas alturas la penitencia ya es la misma"... Juanilito le chismea a Pepito: "Mi mamá dice que tu mamá se viste muy mal". "Pues es una desagradecida -replica Pepito-, porque mi papá dice que tu mamá se desviste muy bien"... FIN.