Hoy voy a dar una fórmula segura para la salvación de la República, y mañana otra para evitar la caída del cabello. Antes contaré un par de chascarrillos... El médico veterinario llegó a su casa después de una dura jornada de trabajo. Tenía ganas de pasar una romántica velada con su esposa, y así se lo había manifestado por teléfono antes de ir a casa. Ella, que compartía aquel deseo, lo esperó vestida sólo con transparente negligé. Le preparó un martini; juntos disfrutaron una agradable cena con música suave y luz de velas, y luego se dirigieron abrazados hacia la alcoba conyugal. En el lecho empezaron las acciones amorosas. En el preciso instante en que él se disponía a trasponer la puerta del íntimo deliquio sonó el teléfono. Quien llamaba era una de sus clientes. "Doctor -dice la mujer-. Estoy tratando de dormir, y hay una pareja de gatos haciendo el amor en la azotea de mi casa. Sus maullidos, quejidos, resoplidos, gemidos, bufidos y gañidos son tan fuertes que me es imposible conciliar el sueño. ¿Qué puedo hacer?". Contesta sin vacilar el veterinario: "Dígales a los gatos que alguien les llama por teléfono". Pregunta la mujer, dudosa: "Y ¿usted cree que eso los detendrá?". Contesta rencoroso el médico: "A mí me detuvo"... Doña Panoplia, dama de sociedad, narró en el club algo que le había sucedido cuando era aún joven y soltera. "Fui a nadar en la playa de un hotel -contó-. Apenas estaba amaneciendo; no había nadie en la playa, y sentí deseos de nadar sin ropa. Pero dejé mi traje de baño demasiado cerca del mar, y cuando menos pensé las olas se lo habían llevado. Ahí estaba yo, desnuda, metida hasta el cuello en el agua, y la playa se había llenado ya de gente". "¡Qué barbaridad! -exclama una amiga-. Y ¿qué hiciste?". Responde doña Panoplia: "Lo que cualquier muchacha decente habría hecho. Me cubrí la cara con las manos y me fui corriendo al hotel"... La República se salvaría de muchos de los males que la agobian si los políticos actuaran como empresarios y los empresarios como políticos. El empresario, en efecto, busca siempre que sus acciones sean eficaces, a fin de obtener un provecho que permita la subsistencia de su empresa, y su prosperidad. Aplica criterios económicos; evita los dispendios y todo lo encamina al bien de la obra de la cual es responsable. Contrariamente, el político en México no cuida el interés de su empresa, que es la comunidad nacional, y busca su provecho personal antes que procurar el bien común. Ahora bien: al empresario le falta muchas veces un sentimiento de responsabilidad social; el concepto de la polis -la colectividad- le es casi siempre ajeno, y se concentra en la estricta dimensión, grande o pequeña, de su particular empresa. Si el político tuviera más sentido de eficiencia y el empresario mayor sentimiento de responsabilidad social ambos actuarían mejor en beneficio del interés colectivo, y se establecería un ámbito solidario en el que todos trabajarían por el bien común. Alguien dirá que esto es cándida utopía, pero no: es impostergable exigencia de la realidad, que ahora nos muestra un deplorable panorama en el que todos trabajan por sí mismos y nadie piensa en los demás. Mejor voy a cambiar de tema, porque esas últimas palabras me causaron un hondo sentimiento de pesar... El Cielo es un lugar donde los organizadores de las fiestas son mexicanos; los cocineros son franceses; los mecánicos son alemanes; los policías son ingleses y la administración está a cargo de suizos. El Infierno (también con mayúscula, por aquello de la equidad) es un lugar donde los organizadores de las fiestas son suizos; los cocineros son ingleses; los mecánicos son franceses; los policías son alemanes y la administración está a cargo de mexicanos... FIN.