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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

La congregación evangélica fue un día de campo, y a las mujeres jóvenes les vino en gana disfrutar las frescas linfas de un arroyuelo que por ahí serpeaba. (Hermosa descripción). Surgió un problema: no habían llevado consigo sus trajes de baño. El pastor Calvínez las autorizó a nadar sin ropa, y advirtió a los varones presentes que un castigo bíblico caería sobre aquellos que se acercaran a ver a las bañistas: se convertirían en estatuas de piedra. Pepito, sin embargo, desoyó la admonición, e invitó a su amigo Juanelo a ir a ver qué veían. Se acercaron a la corriente y ocultos tras los arbustos de la orilla empezaron a otear a las mujeres. No pasó mucho tiempo sin que Pepito le dijera con alarma a su pequeño amigo. “Tenía razón el reverendo. Dijo que si veíamos esto nos íbamos a convertir en piedra, y yo ya estoy sintiendo por lo menos una parte dura”... El hijo de Abraham y Rebeca puso su propio negocio. El primer año obtuvo una ganancia de 100 mil dólares. “No está mal” –le dijo su papá. El segundo año ganó 150 mil dólares. “Podría estar mejor” –le dijo el padre. El tercer año recabó un cuarto de millón de dólares. “Buen esfuerzo” –le dijo el genitor. El cuarto año el muchacho anunció: “Pedí al banco un préstamo de dos millones de dólares para mi negocio, y me lo concedieron”. “¡Vaya! –exclama jubiloso Abraham-. ¡Al fin estás llegando a alguna parte!”... Le dice un hombre joven a otro: “¿Recuerdas aquella frase de los hippies: ‘Haz el amor, no la guerra’?”, “Sí la recuerdo” –dice el otro. Y declara el primero: “Yo estoy haciendo las dos cosas: me casé”... En China acaban de legalizar la propiedad privada. A mí me alegra mucho esa noticia a pesar de que no tengo entre mis planes inmediatos hacerme propietario allá. La propiedad privada no es, como supuso equivocadamente Juan Jacobo, una invención de los humanos. Escribió el ginebrino: “Todos los males del mundo comenzaron cuando un hombre fue lo suficientemente imbécil para decir: “Esto es mío”, y los demás hombres fueron lo suficientemente imbéciles para creérselo”. Sin embargo parece ser que hay en el hombre un instinto de la propiedad, lo mismo que en otras criaturas: hasta los animales marcan y delimitan bien un territorio que aun a costa de su vida defienden de los invasores. Ciertamente en la comunidad humana el derecho de propiedad no puede ser ilimitado: aun los romanos, defensores a ultranza de ese derecho elemental, lo acotaron para evitar abusos. Su juz abutendi no debe traducirse como derecho de abusar: es sólo el derecho que tiene el propietario de una cosa fungible de consumir el bien hasta agotarlo si tal es su naturaleza: no puedo usar el dinero sin gastarlo; no puedo usar la leña sin quemarla; no puedo usar el pan sin comerlo. En México la demagogia revolucionaria impuso severas limitaciones a la propiedad privada, hasta negó a mucho mexicanos –los campesinos, por ejemplo- el derecho a ser propietarios. De eso derivaron grandes males, origen en buen parte del atraso que ahora padecemos. Qué bueno que los chinos superen viejos tabúes, hedentina del superado comunismo, y entren plenamente en el camino de la modernidad. Y además lo hicieron –debo reconocerlo humildemente- sin mi orientación... Llegó don Cornulio a su casa, entró a la alcoba y halló ahí a su mujer con un desconocido. Desconocido para él, no para ella, a juzgar por el grado de intimidad que la señora mostraba con su abarraganado. Al ver aquello don Cornulio levantó el paraguas que llevaba e hizo ademán de golpear con él al fonador. “Por Dios, caballero –le dice éste con tono de reproche-. No irá usted a aprovecharse de un hombre que acaba de consumar dos grandes esfuerzos y estaba en vías de consumar el tercero cuando usted llegó, motivo por el cual se halla en estado de gran debilidad y no puede defenderse”... FIN.

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