En los anales de Popocatzintli, pequeño pueblo del sur de la República, quedó registrado para siempre el celebérrimo caso conocido con el nombre de "El chaparrín verriondo". Sucedió que una mujer, extranjera ella, se presentó ante el juez local y se quejó de haber sufrido violación irreparable en su cuerpo, con pérdida total de la virtud. Pidióle el juez que declarara cómo se había suscitado el hecho, y ella narró que iba por un oscuro callejón cuando intempestivamente le salió al paso un individuo, y recargándola violentamente contra la pared, así, de pie como estaba ella, la hizo víctima de su lubricidad. Al juzgador le extrañó aquello, pues la dicha mujer era muy alta: medía más de 2 metros de estatura; parecía jugadora de basquetbol. Le preguntó si había reconocido al culpable. Ella dijo que sí, y lo denunció. El juez hizo traer al individuo. Cuando lo vio, por poco se iba de espaldas: el acusado era un chaparrito que no levantaba un metro y medio de estatura. "Oiga, señora -le dijo el letrado, serio, a la extranjera-. Usted tendrá que demostrar su acusación, y aportar pruebas fehacientes, porque si mal yo no recuerdo, y consta en autos, usted manifestó en el contexto de su declaración que el presunto delito se cometió estando usted de pie. Ya la medimos: 2 metros tres centímetros. El chaparro aquí presente no llega a uno cincuenta. Es físicamente imposible de toda imposibilidad que los hechos hayan sucedido, acontecido, pasado, acaecido, tenido lugar o registrádose tal como usted declara". Acota la extranjera: "Es que él se ayudó con un cazo de esos para confeccionar chicharrones de marrano". Ordena el juez: "Traigan el cazo". Lo traen, en efecto, y lo ponen bocabajo junto a la mujer. "A ver, chaparro -le manda el juez al indiciado-. Sube al cazo". Trepa el petiso al recipiente. Aun subido ahí no le llegaba a su acusadora ni al ombligo. "Señora -dictamina el juez-, no logró usted probar su acusación. A las claras se ve, en forma palmaria y paladina, que su denuncia es improcedente. No aportó usted las pruebas necesarias para fundamentar su dicho. En tal virtud, efecto y circunstancia no me queda otro camino que emitir una sentencia absolutoria: el chaparro es inocente". Depreca la mujer con ansiedad: "¡Permitirme explicar!". "No, señora -la interrumpe tajantemente el juez-. La justicia mexicana es pronta, rápida y expedita. La sentencia está dictada, y en este mismo momento, por ministerio de ley, ab initio, iuris tantum, inter pares y ex officio, causa ejecutoria. El chaparro sale libre". La extranjera se va furiosa, echando pestes del País y de sus procedimientos judiciales. El pequeñín también ya se iba, muy escurridito. El juez lo para. "A ver, chaparro, ven acá, ven acá, ven acá. Mira: te ayudé porque somos mexicanos: Operación Paisano. Pero estoy sospechando que no andas nada bien. A ver: ¿hiciste lo que dijo esa mujer?". "¡No, señor juez! -prorrumpe en juramentos el liliputiense-. ¿Cómo pasa usted a creer que yo..?.". "No te hagas el disimulado -lo interrumpe el juzgador-. Mira: ya te dicté sentencia absolutoria. Nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito. De modo que, aquí entre hombres, dime la verdad: hiciste eso ¿sí o no?". "Ay caray, señor juez -responde el chaparrito rascándose la cabeza-. Pues... fíjese que sí". "¿Cómo es posible? -se sorprende el funcionario-. Ella tan alta; tú tan diminuto... ¿Cómo te las arreglaste?". "Pues así como ella dijo, señor juez -contesta con desparpajo el chaparrito-. Me ayudé con el cazo". "¡No me vengas con historias! -replica disgustado el juzgador-. Ya hice que te subieras al cazo, y aun así no le llegabas a la mujer ni a la cintura". "No, señor juez -precisa el chaparrín-. Yo hice las cosas de otro modo. ¡Le eché el cazo en la cabeza y me agarré de las orejas"!... FIN.