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De Política y Cosas Peores

Catón

A su regreso de la luna de miel el recién casado le mostró con orgullo a su flamante mujercita la preciosa casa que había comprado para ella. La llevó a la sala, al comedor, a la recámara, y por último le mostró la cocina. “-Ay, qué bonito cuarto! -exclama ella-. ¿Para qué es?”... El granjero contrató a un peón que le aseguró que tenía mucha experiencia en cosas de granjas, sobre todo en el manejo de caballos. Al comenzar el primer día de trabajo llama el granjero al individuo y le ordena: “Póngale la silla a mi caballo”. Pasa media hora, y una hora, y el peón no llegaba con el caballo. Lo busca el granjero y le pregunta: “¿Ya le puso la silla al caballo?”. “Sí, patrón -responde el otro-. Le puse una del comedor, pero el maldito animal está terco a no quererse sentar”... Le regalaron una pequeña tortuga al dueño de la cantina del lugar. No supo qué hacer con ella, y concibió una idea: haría entre sus clientes un concurso a ver quién bebía más. Al ganador le daría la tortuga como premio sorpresa. En efecto, se llevó a cabo el torneo, y al tipo que bebió más le entregó la tortuga en una caja. Al día siguiente pregunta al ganador: “¿Te gustó el premio, Empédocles?”. Responde el borrachín: “La carne de la torta estaba buena, pero el pan lo sentí un poquito duro”... Una chica vio en el aeropuerto una báscula de monedas y fue a pesarse. Sorprendida por lo que marcaba el aparato se quitó los zapatos y echó otra moneda. No quedó satisfecha, de modo que se quitó el saco y depositó otra moneda. Al parecer tampoco le satisfizo lo que la báscula indicaba. Se quitó el suéter y echó otra moneda. En eso se le acerca un señor y le dice: “No se detenga, señorita. Yo traigo más monedas”... En las opacidades interiores que me causan estos días, antes llamados “santos”, medito en el cambio de los tiempos. Desde luego una de las tareas que al tiempo corresponde es la de cambiar, pero en esto de los días cuaresmales el cambio ha sido tal que ya no me reconozco en ellos, o ya no los reconozco a ellos en mí. Soy del tiempo en que estos días estaban transidos de religión. En las casas los espejos eran cubiertos con paños morados para que la vanidad de las cosas mundanales no empañara el luto de las almas. Los cines anunciaban sólo películas de fe: “El mártir del Calvario”, “Misión blanca”, y ni siquiera así el público asistía. Yo, locutor en ciernes de la radio, me hacía cargo de las trasmisiones del jueves y viernes en la emisora de mi natal Saltillo, porque -según la equivocada fama pública- sabía de música clásica, y otra no se podía oír. Fiel a mi encomienda, llenaba las horas de esos días santos con el escaso repertorio clásico que la estación tenía en discos de 78 revoluciones por minuto, y no era raro que a las 3 de la tarde del viernes de Pasión sonaran las notas -clásicas, después de todo- del frenético can-can de “Orfeo en los Infiernos”. Hoy, como siempre, podríamos decir aquello de “estos empecatados tiempos”, frase que a todos los tiempos se ha aplicado. En algunas ciudades las costumbres son tales que San Francisco, por ejemplo, debería llamarse “Francisco” nada más. Pero, en fin, estos vagos sentimientos tienen más de reaccionarios que de nostálgicos, y más que ser memoria son escoria de crisoles apagados. “Si no los puedes derrotar únete a ellos”. Por mi parte ni ansío derrotar a estos empecatados tiempos nuestros ni me uno a ellos por la simple razón de que no me da la gana. Entonces voyme a mi retiro del Potrero de Ábrego. Aquí todos los días son santos, no nada más los días santos... El viejecito hacía recuerdos de los turbulentos días de la Revolución. “Un día -cuenta a su nietecito con temblorosa voz-, entraron dos zapatistas a la casa en que vivíamos, sacaron sus puñales y le quitaron un pecho a la criada”. “¡Qué cosa tan horrible! -se espanta el nieto-. ¿Y a mi abuelita no le hicieron nada?”. “A ella le fue peor -contesta el viejecito con su voz vacilante-. A ella le quitaron uno chincuenta”... FIN.

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