Hace medio siglo de esto que voy a contar, y sin embargo lo recuerdo como si fuera mañana. Eran los días de la semana que entonces todavía se llamaba Santa. Estaba yo en un rancho llamado “Pino gacho”, pues crecía ahí un extraño pino de tronco que se inclinaba hacia la tierra. Se halla ese rancho en el cañón de La Carbonera, uno de los hermosos sitios que hacen de la Sierra de Arteaga, en mi natal Coahuila, un paraíso. La gran casa de piedra en que dormíamos era propiedad de don Jesús Santos Cepeda, uno de los hombres más buenos que he conocido, y vaya que en mi vida he conocido mucha gente buena. Personaje de grandes ocurrencias era este simpático señor. Tenía oficina en Saltillo, a la cual entraba por una puerta que daba a la calle. Llegaba en la mañana y preguntaba a su secretaria quiénes eran todos aquellos individuos que en la antesala lo esperaban. “Son cobradores” -respondía tímidamente la muchacha. “Que se vayan a tiznar a su madre” -decretaba don Jesús con olímpico ademán. Añadía la muchacha con timidez mayor: “También está el Oficial Mayor de Gobierno”. “Que se incorpore” -remachaba él. En el rancho de don Jesús estaba yo, pues, pasando vacaciones. Leía por la noche a la luz vacilante de un quinqué (para efectos de literatura la luz de un quinqué debe ser siempre vacilante, aunque en verdad el quinqué sea de la más alta calidad). Leía hasta la madrugada, y luego de un breve sueño y un rico almuerzo campesino salía a caminar en soledad sabrosa por las veredas de la sierra. Como se ve, entonces podía hacer yo cosas importantes. Una tarde volví al rancho y encontré al vecindario apesarado. Los hombres y las mujeres andaban con la cabeza gacha -como el pino- y hablaban en voz baja. Pregunté a una mujer qué sucedía, y su respuesta fue casi un sollozo: “¡Murió Pedro Infante!”. Aquella noche fue noche funeral. Parecía que estábamos velando a Pedro de cuerpo presente. Apareció una guitarra y una botella de mezcal -en los ranchos de la sierra siempre aparecen una guitarra y una botella de mezcal-, y un cantor de voz que quería ser dulce y le salía amarga recordó las canciones de Pedrito. Al día siguiente el autobús que iba a Saltillo se llenó. Hasta en el techo iban viajeros. Todos queríamos ir a la ciudad a leer en los periódicos y oír en el radio los detalles de la trágica noticia... Estas memorias, ahora semejantes a una fotografía en sepia, vuelven a revivir hoy que se cumplen 50 años de la muerte del actor. Ningún ídolo más grande ha tenido México que Pedro Infante, ni lo tendrá jamás, pues en estos tiempos de grisura no puede ya haber ídolos. El pueblo encontró en él las cualidades que admira: la generosidad, la travesura, un cierto desenfado ante la vida, el respeto a los mayores, la hombría que sin embargo sabe llorar, el amor sin reserva a la mujer -a las mujeres-, y sobre todo la sencillez, esa sencillez que lo hacía ser, en la pantalla y fuera de ella, igual que somos todos. Una vez tuve el privilegio de cenar con Ismael Rodríguez, el director que prácticamente hizo a Pedro Infante, tanto que el actor llamaba “Papi” a don Ismael. Me contó el cineasta que una vez tuvo la idea de juntar en una misma película a las dos máximas figuras de aquel tiempo: Jorge Negrete y Pedro Infante. El “Charro Cantor” aceptó inmediatamente la propuesta. Pedro, en cambio, se resistía a actuar con Negrete. “No me pongas al lado de ese señor, ‘Papi’ -suplicó a don Ismael-. Él si canta, yo no. Él es un señorón; yo no he dejado de ser un carpintero. ¿Cómo me voy a ver junto a él?". Le contestó don Ismael: “Tienes razón en lo que dices, Pedro. Él canta mejor que tú, y es más figura. Pero tú tienes algo que él no tiene: ángel. A él la gente lo admira; a ti te quiere”. Decía la verdad don Ismael. La gente quería a Pedro Infante. Y lo sigue queriendo. Tiene más vida ahora que cuando la perdió... FIN.