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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

Armando Camorra

Soy un optimista declarado. Mis amigos opinan que soy un declarado... otra cosa. Y no me importa: creo que los optimistas gozamos más la vida, aunque los pesimistas la conozcan más. El pesimismo no es una filosofía, es una seña de vejez. Sé que el pesimismo es más realista que el optimismo, pero yo prefiero la alegría a la preocupación. Ser pesimista no es difícil: lo único que tienes que hacer es ver la situación tal como es. El optimismo, en cambio, requiere de valor. Consiste en esperar cuando todos desesperan; en confiar cuando todos desconfían; en mantener el ánimo cuando todos están desanimados. El optimismo es un grito de batalla; el pesimismo es una declaración de rendimiento. El optimista dice jubiloso: “¡Vivimos en el mejor de los mundos posibles!”. Y el pesimista responde con desolado acento: “Es cierto. Vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Soy optimista, ya lo dije. Veo las cosas con los ojos cerrados. Creo que es mejor tener la ingenuidad de quien compró la Torre Eiffel y no la astucia del que se la vendió. Hago este largo explicoteo para decir que empiezo a advertir tímidos asomos de madurez en la clase política de México. Son inmaduros aún nuestros políticos, eso es cierto, pero es que apenas acaban de empezar a hacer política. Debemos entender que estamos recién llegados a la democracia, un bien social que jamás los mexicanos habíamos tenido antes del año 2000. Desde la fundación de nuestra nacionalidad hemos pasado de un autoritarismo a otro; de una imposición a la siguiente: de los caciques indígenas a los virreyes coloniales; de los caudillos a los dictadores; de la familia científica a la familia revolucionaria... Estamos, pues, en la infancia democrática. Y quizá ni siquiera hemos llegado a esa etapa, y nos hallamos todavía en el periodo de una riesgosa gestación. Sin embargo veo indicios que me permiten la osadía de suponer que nuestros políticos pronto se convencerán de que el interés de la Nación está por encima del interés de sus partidos, y que descubrirán al fin que la política es el arte de ceder, de concertar, de obtener el bien común a través de la discusión razonada y razonable. Seguiremos mirando, claro, raptos de intemperancia intolerante, pero cada vez en mayor medida los radicales violentos y extremistas, los demagogos, tendrán que ceder espacio a los políticos pensantes capaces de dialogar con sus contrarios para llegar a acuerdos. ¿Ingenuidad la mía? Quizá, pero en todo caso mi actitud optimista tiene una base muy firme: el pesimismo general... El novio de la muchacha fue a pedir la mano de su dulcinea. El padre de la chica habló a solas con el pretendiente. Le preguntó: “¿Tiene usted dinero para la boda?”. Respondió el tipo con laconismo ejemplar: “No”. Inquiere el genitor: “Y entonces ¿con qué se va a casar?”. Contesta el solicitante alzando la mirada al cielo: “Dios proveerá”. Quiere saber el padre: “¿Tiene usted casa, o puede pagar el alquiler de alguna?”. Responde otra vez el individuo: “No”. “Y entonces -se inquieta el hombre- ¿a dónde va a llevar a mi hija?”. De nueva cuenta suspira el sujeto: “Dios proveerá”. Pregunta el señor: “¿Trabaja usted?”. Contesta con igual laconismo el pedigón: “No”. “Y entonces -se irrita el padre-, ¿con qué va a mantener a mi hija?”. Responde el tipejo nuevamente: “Dios proveerá”. El paterfamilias le dice que considerará su petición, y lo despide. En seguida va con su esposa a darle cuenta de la conversación. “El novio de tu hija -le informa- es irresponsable, desobligado y flojo. Además tiene creencias religiosas muy extrañas”. “Como cuáles?” -pregunta ella con inquietud. Responde el señor: “Cree que yo soy Dios”... FIN.

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