Le dijo un hombre a Dios: “Señor: si te pidiera que me hicieras ser mil veces más sabio de lo que ahora soy ¿qué harías?”. Contestó Dios: “Te haría ser Shakespeare”. Preguntó el hombre: “Y si te pidiera ser mil veces más sensible de lo que ahora soy ¿qué harías?”. Respondió el Señor: “Te haría ser Mozart”. Quiso saber el hombre: “Y si te pidiera ser mil veces más inteligente de lo que ahora soy ¿qué harías?”. Replicó el Creador: “Te haría ser Einstein”. En seguida el hombre preguntó: “Señor: y si te pidiera ser 10 mil veces más sabio, más sensible y más inteligente de lo que ahora soy ¿qué harías?”. Contestó Dios: “Entonces te haría ser mujer”... Inventé y escribí ese cuento en seña de protesta. Soy un hombre que sin ser feminista se descubre ante lo femenino. Uso el verbo “descubrirse” tanto en el viejo sentido de quitarse el sombrero como en el eterno sentido de encontrarse alguien a sí mismo en algo. Ante el misterio femenino yo me descubro y me descubro. No necesito esperar al día de la mujer para decir tal cosa, pues para mí todos los días tienen presencia femenina: de esposa, amante, amiga, compañera, hermana, hija, nietas; recuerdo de abuela y madre idas. Podría pasarme un día sin mexicanos, pero ni un solo instante podría estar sin una mexicana que en su tápalo lleve los dobleces de la tienda a las 6 de la mañana, como dijo Ramón; es decir que con su sola aparición al empezar el día haga la inauguración del mundo. Me valgo entonces del ya dicho cuento para protestar, y con mil más protestaría por la continua y permanente discriminación de que es objeto y a que está sujeta la mujer, no sólo en los países como el nuestro, sino también en el mundo civilizado. Por ejemplo, dos hijas tienen ya, como dos soles, el príncipe de todas las Españas, Felipe, y doña Letizia, su princesa. En la línea de sucesión de la Corona son segunda y tercera esas altezas reales pequeñitas. Pero me entero de que en virtud de antiguas leyes las infantinas serían desplazadas si sus padres tuvieran un hijo varón. Dicho de otra manera, por el solo hecho de ser mujeres perderían un sitio y un derecho que ahora tienen. Yo no entiendo de reinos y reinados. Amo a España; la honro como a la madre nuestra. Pero algo en mí se enciende cuando veo que en nuestro tiempo siguen prevaleciendo prácticas y ordenamientos que lesionan a la mujer nada más por ser mujer. Y digo que tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando. Es decir, que hay igualdad esencial de ser y dignidades entre el hombre y la mujer. Al hacer esa declaración estoy favoreciendo al hombre, pues yo, varón integral -otra vez cito al poeta jerezano-, me reconozco débil y en permanente asombro ante esa fuente original de vida que es la mujer, cualquier mujer y todas las mujeres, pues todas son una y en una caben todas. Así las cosas, desde esta parte de España que se llama México aviso y notifico que enviaré una iniciativa al hispano Parlamento, o comoquiera que allá se llame el cuerpo encargado de emitir las leyes, para que anule, derogue, invalide, revoque, abrogue y deje írrito ese vetusto resto de Ley Sálica que en modo tan anacrónico y absurdo hace injusticia a la mujer. He dicho... Ahora contaré un lene chascarrillo a fin de quitarme la mohína de la anterior extensa perorata... Don Algón, salaz ejecutivo, invitó a cenar en restorán de lujo a Susiflor, linda muchacha. Ella pidió los platillos más caros del menú, y escogió vinos y licores -aperitivos y bajativos- de alto precio. Amoscado, el senescente galán le pregunta a la avispada chica: “¿Así cenas en tu casa, linda?”. “No -reconoce con llaneza Susiflor-. Pero en mi casa nadie me quiere follar”... FIN.