Uno de mis cuatro lectores me hace notar que últimamente no he orientado a la República. “Por eso anda al garete”, me dice sin embozos. Eso me apesadumbra mucho, pues se diría que yo tengo la culpa del desconcierto en que vive la Nación. Lo que sucede, amigo mío, es que la República no atiende casi nunca mis orientaciones, lo cual es para mí motivo de tristeza. Siento que estoy predicando en el desierto. (Vox clamantis in deserto, San Mateo, 33,3). Me digo entonces: ¿valdrá la pena gastar saliva o tinta en hacer admoniciones que a la República le entran por un oído y le salen no quiero saber por dónde? Mejor será dedicarme, reflexiono, a escribir poesía que tampoco ninguno leerá, o ensayos filosóficos cuyo destino final también será el vacío. Pero en fin, cumpliré mi tarea como el galeote que la suya cumple bajo el odioso látigo del cómitre. Y diré que la izquierda no será opción deseable para muchos mexicanos mientras los izquierdistas sigan desprestigiando esa corriente con sus violencias y sus dogmatismos. Una actitud así, de enfrentamiento sistemático, es válida ante un gobierno tiránico, dictatorial. Pero en México hemos entrado ya al camino del ejercicio democrático, en el cual tienen cabida por igual todas las ideologías, y todas tienen igualmente posibilidades de llegar al poder. Eso hace que en política deban respetarse reglas mínimas, entre las cuales no son las menos importantes la tolerancia, el respeto al adversario y el uso del diálogo y la concertación en el debate público. Contrariamente a eso la izquierda sigue en su constante apartamiento de la ley, a la cual los extremistas consideran trasto inútil, y la desprecian como a cosa de burgueses, igual que hacen con el derecho de terceros. Hay quienes se dicen luchadores sociales, izquierdistas, y son en verdad porros, bandoleros que lucran con el desorden y la agitación. Esa izquierda cerrada ha hecho de la Ciudad de México al mismo tiempo su botín y su rehén. La autoridad del Distrito Federal, en vez de defender el derecho de los ciudadanos, protege a esos delincuentes, y les permite alterar un día sí y otro también la vida cotidiana de la gente con manifestaciones callejeras en las cuales una centena de “activistas” lesiona impunemente el interés de miles y miles de personas. Pero no se atreva algún ciudadano a enfrentar a uno de esos manifestantes: la Policía, ciega y sorda a los abusos de los perturbadores, caerá sobre él y lo llevará detenido “por alterar el orden público”. Es una pena que la izquierda, que ha sido opción valiosa en otros países donde la izquierda es una ideología, y no una sinrazón, se siga desprestigiando en México por esas violencias sin sentido, por el anacrónico dogmatismo de sus supuestos intelectuales y por la ceguera de sus dirigentes, que ven nomás aquello que en el pasado se ha perdido y no miran lo mucho que en el futuro podrían conseguir... Un vendedor llamó a la puerta de la casa de Pepito. Apareció el chiquillo. En una mano llevaba un cigarro encendido y en la otra un ejemplar de la revista “Playboy”. Le pregunta el vendedor: “Niño: ¿están tus papás?”. Pepito sacude con gesto displicente la ceniza del cigarro que se estaba fumando, y le contesta: “¿Cómo ve? ¿Estarán?”... En la cama el príncipe se vio de repente haciendo cosas con una calabaza. Exclama con enojo: “¡Caramba, Cenicienta! ¡Tú nunca me dijiste que siempre te convertirías en esto después de las 12 de la noche!”... El galán le mostraba su nuevo automóvil a la chica. “Y este pequeño techo corredizo -le comenta- se llama ‘quemacocos’”. “No sé por qué le dicen así -replica la muchacha-. Yo siempre lo uso para apoyar las piernas”... FIN.