Decía una señora: “¡Cómo han cambiado los tiempos! Antes, para aprender las cosas del sexo tenía una que casarse. Ahora las muchachas aprenden las cosas del sexo para no tener que casarse”... La señora le pregunta muy seria a la guapa criadita de la casa: “Oí a mi marido preguntar si te estabas bañando. ¿Qué significa eso?”. Responde la mucama: “Significa, señora, que tapé la cerradura de la puerta del baño, y no pudo cerciorarse por sí mismo”... A los tres meses de su boda la muchacha dio a luz un saludable bebé de cuatro kilos. Comenta, suspicaz, el padre de la chica: “Me parece que nació demasiado pronto”. “No, papi -responde ella-. Nació cuando debía nacer. Su padre y yo fuimos los que tardamos en casarnos”... A diferencia de México, donde los ricos se benefician con la obra de las escuelas, en los Estados Unidos son las escuelas las que se benefician con la obra de los ricos. Conocí en la Universidad de Indiana una biblioteca donada por la familia Lilly a esa institución. Ahí hay una riquísima colección de autógrafos, entre los que destaca una carta de Lincoln a uno de sus colegas senadores. En ella critica acerbamente la guerra contra México, por considerarla injusta, y hace un llamado a la conciencia del legislador invitándolo a oponerse a aprobar fondos para la campaña. Escribe en su texto Lincoln: “Aquél que diga que esta guerra no es de agresión expansionista me hace recordar al granjero que siempre andaba en pleitos para quitar su tierra a los vecinos. Decía: ‘No es cierto que yo siempre quiera tener más tierra. Únicamente quiero la que va colindando con la mía”. Más de un siglo y medio ha transcurrido desde que Lincoln hizo esa crítica a su país. Y Estados Unidos sigue haciendo guerras injustas, igual que en el pasado... El pobre señor había muerto. Su viuda, desesperada, se abrazaba al ataúd gimiendo desgarradoramente. “¿Por qué te fuiste, Leovigildo? -clamaba con trágicos acentos-. ¿Por qué me dejaste en esta soledad?”. “Señora -le dice discretamente un empleado de las pompas fúnebres-, ha llegado la hora. Tenemos que sacar el ataúd”. “¡Oh no! -se retorcía ella dramáticamente-. ¡No se lleven a mi Leovigildo! ¡No lo arrebaten de mis amantes brazos!”. “Perdone, señora -insiste con delicadeza el empleado-, ya nos lo tenemos qué llevar”. “¡No, Leovigildo! -se desgañitaba la señora-. ¡Si te llevan yo me voy contigo a la tumba! ¡Llévame contigo, Leovigildo!”. El empleado cerró la tapa del ataúd, y sin darse cuenta cogió con ella el suéter de la señora. Así cuando movieron el féretro arrastraron con él a la mujer. Ella se libró estirando con violencia el suéter y luego dijo con tono de molestia: “Ay, Leovigildo, a ti ni muerto puede una decirte nada, porque luego luego lo tomas en serio”... Me dicen que la siguiente ocurrencia es preciosa, casi una greguería de Gómez de la Serna. “Una tachuela ¿qué parece? Parece un confeti macho excitado sexualmente”. (No le entendí)... Impericio, joven poco ducho en artes amorosas, hizo el amor con Pirulina, muchacha con bastante experiencia de la vida. Acabado el trance de coición el inexperto amador le preguntó a la chica: “¿Gozaste esto tanto como yo?”. Responde ella: “Claro que sí. ¿No oíste que todo el tiempo estuve riéndome?”... El orador terminó de leer su discurso. Al bajar de la tribuna le pregunta en voz baja a su mujer: “¿Crees que debí poner más fuego en mi discurso?”. “No -responde ella-. Creo que debiste poner más discurso en el fuego”... La señorita Peripalda, maestra de catecismo, les pregunta a los niños: “¿Por qué el Niño Jesús Nació en Belén”. Responde sin vacilar Pepito: “Ahí estaba su mamá”... Y para terminar, he aquí un cuento de Pepito. Su mamá le estaba dando unas nalgadas. Dice entre lágrimas el niño: “Pero mamá, tú me dijiste: ‘Ponte la camisa nueva y enséñasela a Mimicita’. Y yo pensé que se trataba de dos órdenes distintas”... FIN.
