"... Sepan cuantos esta premática leyeren que al cabo de esta pícara columna aparece un pravo chascarrillo asaz desfachatado, basto, inverecundo, tosco y ruin cuya lectura no redundará en provecho alguno de las almas, sino antes bien en riesgo y peligro inminente para ellas. Por tanto se amonesta a quienes saben y pueden leer para que, cautos, se abstengan de posar los ojos en ese supradicho cuento, calificado por personas de razón como nefando, execrable, odioso, vitando, abominable y vil. Fírmese, lácrese y publíquese por bando y pregonero, para su debido conocimiento en esta Villa y Corte..."... Una muchacha les dice a otras a quienes acababa de conocer: "Ayer bebí mucho en una fiesta y acepté la proposición de matrimonio que me hizo un desconocido. Antes de darme cuenta de lo que hacía ya me estaba casando con él en un juzgado!". "¡Qué barbaridad! -exclaman las otras-. ¡Cómo se irán a poner tus papás!". "No, -dice muy preocupada la muchacha-. ¡Cómo se irá a poner mi marido!"... En México hay una izquierda intelectual, y hay -llamémosla así- una izquierda callejera. La izquierda intelectiva es racional y razonable; la forman hombres y mujeres cuya cultura y honestidad están más allá de toda duda. La izquierda callejera, en cambio, es cerril, es cerrera y es cerrada. Lo suyo es la violencia y el desorden; la negativa al diálogo; la desatentada pretensión del todo o nada; la intolerancia. También esa izquierda siniestra es diestra en todas las artes de la corrupción. El problema es que en lugar de que la izquierda intelectual mueva a la izquierda callejera, es ésta la que mueve a aquélla. Entonces vemos cómo los intelectuales razonables condonan y aun aplauden las ilegalidades y extremismos de la izquierda dogmática, la acompañan en sus desafueros y justifican todos sus desmanes, pues quienes los cometen son "el pueblo", y el pueblo siempre tiene la razón, aunque sea irracional. Una izquierda verdaderamente honesta no puede autorizar la violencia, el dogmatismo, la intolerancia, el caudillismo autoritario. Antes bien debe imponer sus razones sobre la sinrazón, y su ética sobre la inmoralidad. No se puede ser cómplice de la mentira... Un elegante señor que viajaba por carretera desciende de su automóvil y entra apresuradamente en la cantina del pueblito. Dirigiéndose al mocetón que hacía de cantinero le pregunta: "Perdona, joven: ¿tienen inodoro?". El muchacho, boquiabierto, le señala las filas de botellas que estaban en los anaqueles de la contrabarra y le contesta: "Esto es todo lo que hay". El hombre se retiró. En eso entraba el dueño de la cantina. "¿Qué quería ese señor?" -pregunta a su ayudante. Responde el muchacho: "Me preguntó si teníamos inodoro, y le dije que lo único que tenemos es lo que está en el anaquel". "¡Cómo eres bruto! -lo regaña el propietario-. ¡Los vinos importados están abajo del mostrador!"... Y ahora he aquí el chiste que se anunció al principio, prohibido lo mismo por la moral que por la buena educación. Las personas con tiquismiquis de moral deben abstenerse de pasar los ojos por ese vitando chascarrillo, y saltarse en la lectura hasta donde dice FIN... Una chica norteamericana que estaba en México fue con un doctor. "Dolerme mucho una pierna" -le dijo en su imperfecto español. Inquiere el facultativo: "¿Cojea usted?". "Oh, doctor -responde la gringuita-. Con el dolor, ¿quién pensar en eso?"... FIN.