La gente que tan grande daño ha causado a Oaxaca salió -otra vez- a la calle. Su oficio es protestar, y protestó "contra el aspecto comercial de la Guelaguetza". ¡Pero si ésa es una de las mejores cualidades de la hermosa fiesta! Precisamente por su aspecto comercial muchos oaxaqueños obtienen legítima ganancia de la celebración. Lamentablemente el adjetivo "comercial" se ha vuelto peyorativo, siendo que el comercio es fuente de riqueza, seña de civilización y quehacer milenario sin el cual no se explicarían muchos capítulos de la historia humana. El señor Corominas pone el verbo "comerciar" junto al verbo "comer", y la sabiduría popular declara que rinde más provecho un metro de mostrador que 10 mil de tierra de sembradura. Bueno es entonces que la Guelaguetza sea comercial. Sólo pueden protestar contra eso quienes piden que se distribuya la riqueza pero nada hacen para crearla. Merecen el sonoro reproche de una trompetilla o pedorreta: ¡PTRRRRRRR!... Los famosos siameses rusos Dosto y Evsky hicieron una gira. En un pequeño pueblo de la Ucrania conocieron a dos muchachas campesinas, las cuales vinieron en gana de refocilarse con los insólitos hermanos, pues a todos los demás varones que habían conocido los habían conocido ya, y los siameses no dejaban de ser una novedad. Dosto y Evsky no estaban unidos por el pecho o el estómago, como otros de su condición, sino por la cadera, en modo lateral, y eso les daba cierta libertad de movimientos a pesar de que Dosto era mayor en todo que Evsky. (Aun entre los más iguales hay siempre alguna desigualdad. Esta sencilla verdad, desconocida por Marx y Lenin, fue lo que al final dio al traste con el marxismo-leninismo). Se citaron, pues, los siameses y las lugareñas en el pajar del pope, lugar acogedor y discreto, y ahí se entregaron los cuatro a la tarea coital. Quien esto escribe no es dado a la alabanza. Queden tales elogios para los diputados locales que contestan el informe del señor Gobernador. Es de justicia consignar, empero, que ni un cuarteto de Haydn tiene la armonía y el acordado ritmo que mostró en el granero aquel cuarteto, el de los hermanos siameses y sus dos ocasionales compañeras. Al mismo tiempo comenzaron las dos parejas sus acciones, y al mismo tiempo llegaron al deliquio terminal. Ni el sistema ferroviario suizo tiene esa precisión. Sucedió, sin embargo, que terminado el trance una de las muchachas se desperezó con voluptuosidad, igual que gata satisfecha, y con el desperezo tumbó el quinqué cuyo trémulo resplandor había alumbrado la sensual escena. Ardió la paja; cundió el fuego (que en copropiedad con el pánico y los rumores detenta el verbo cundir); prendió el viejo maderamen del granero, y un formidable incendió se declaró. Llegó la lumbre a la casa del pope, que por salvar la vida no tuvo tiempo de sacar su cruz y pectoral, para no mencionar a su mujer, que igualmente quedó atrás. Luego las llamas se comunicaron a las casas vecinas, al mercado, a la iglesia, al palacio del staretz, al edificio de correos y a la escuela. Toda la noche duró aquella fatal conflagración, que tanta ruina causó, y tan grande mortandad. Cuando el sol alumbró la terrible escena no quedaban sino humeantes rescoldos de la que fue feliz y próspera aldea. El llanto de la gente se unía al patético aullido de los perros. Los siameses, confundidos entre la gente -es un decir-, miraron con sus amigas el espantoso cuadro de la tremenda destrucción que habían causado. No era cosa, claro, de atribuirse el suceso, pese a su trágica grandeza. Además había llegado ya la hora de separarse, pues los hermanos debían continuar su gira. Se despidieron los cuatro, tristemente, y Dosto les dijo a las muchachas, tímido y emocionado: "No se irán a olvidar de nosotros ¿verdad?"... FIN.