Don Abundio es el vecino más ingenioso del Potrero. Su mujer, doña Rosa, tiene un recio sentido común que la distingue de su volandero esposo. A veces, sin embargo, esa virtud le impide discernir con claridad las cosas de la vida. El sentido común, enemigo de la imaginación y la osadía, puede ser peligroso. Si Colón hubiese tenido sentido común no habría descubierto América. Si todos tuviéramos sentido común no habría matrimonios. Exagerado, ese don se vuelve estolidez. Cierto día doña Rosa sufrió amagos de jaqueca. Fue con el joven médico que hacía su servicio social en el Potrero, y le explicó su mal. El pasante, después de examinarla, le dijo que le iba a poner una inyección; con eso se le quitaría el dolor de cabeza. Le preguntó doña Rosa dónde le iba a poner la inyección, y el novel doctor señaló la pomposa región glútea de la paciente. "¡Óigame no! -protestó doña Rosa con enojo-. ¿Qué tienen qué ver las nalgas con la cabeza?"... Ese recuerdo vino a mi memoria cuando supe que los diputados de oposición afirman que no habrá reforma fiscal si antes no hay reforma electoral. En relación con ese condicionamiento algunos observadores hablarán de negociación, mientras otros con más filo hablarán de chantaje. Lo cierto es que los legisladores -me resisto a llamarlos "representantes populares"- no piensan en el bien comunitario, atentos como están solamente al interés de sus partidos. El país es su rehén; la vida nacional está señoreada por esas organizaciones que más parecen empresas de lucro que instituciones políticas. Nada tiene qué ver lo fiscal con lo electoral, pero los diputados revuelven ambos términos en sus mangoneos. Al final ninguna de las dos reformas nacerá completa; una y otra saldrán desvirtuadas y torcidas, pues no serán producto de la técnica, sino de la política. La República está enferma de politiquería, si me es permitido usar un símil médico, y por ahora no hay inyección alguna -ni siquiera puesta allá- que nos alivie de ese mal... A propósito de negociaciones, doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam con carácter interino de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, se resiste a conceder el Nihil Obstat que autorice la publicación en este espacio del chascarrillo intitulado "Tanto monta, monta tanto". Ciertamente he de admitir que el tal relato es una de las mayores badomías de nuestro tiempo; majadero cuento indigno de ver la luz del sol. Pero de majadero fue calificado alguna vez el Quijote de Cervantes, y ya se ve la buena fortuna que ha tenido. Lejos de mí la temeraria idea de establecer comparación entre las dos historias -reconozco sinceramente la superioridad del Quijote-, pero creo que la libertad de publicar majaderías no debe ser conculcada, pues de otra manera las prensas estarían ociosas. Esperen mis cuatro lectores la aparición de ese vitando chiste... El compadre le ofreció a la comadre 50 pesos si le permitía poner las manos en la turgencia de sus opimos senos. Ella rechazó airada la proposición. El compadre terqueó, y fue subiendo la oferta hasta llegar a los 500 pesos. La dueña de aquellas atractivas redondeces pensó en una bolsa que había visto, de ese precio, y razonó que, después de todo, sus encantos no eran jabón que se gastaría con aquellos rozamientos, sobos, toqueteos y manipulaciones, de modo que los autorizó. El compadre empezó a palpar con fruición el ubérrimo tetamen al tiempo que exclamaba una y otra vez arrebatadamente: "¡Dios mío, Dios mío!". A la comadre le llamaron la atención esas jaculatorias, y le preguntó: "¿Por qué, compadre, dice usted: ‘¡Dios mío, Dios mío!’?. Responde con vehemencia el sobador: "¡Dios mío, Dios mío! ¿De dónde carajos voy a sacar esos 500 pesos?"... FIN.