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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

En cierto pequeño pueblo de la Ucrania murió el rabino de la comunidad judía. Al paso de los meses su viuda andaba triste, desolada, tanto que los vecinos pensaron que fenecería si no le buscaban un nuevo marido. Surgió un problema, sin embargo: en la aldea no había ningún hombre con la cultura y educación que el rabino había tenido. El único candidato disponible era el herrero, hombre joven y de musculatura recia, pero que ni siquiera sabía leer y escribir. La inconsolable viuda, sin embargo, aceptó el consuelo de unir su vida a la del toroso mocetón, y el matrimonio se efectuó. Cuando acabada la ceremonia la pareja llegó a su casa el muchacho le dijo a la señora: "Mi padre solía decir que al entrar en su casa el marido debe hacerle el amor a su mujer". Ahí mismo, en la sala, se cumplió el ritual. Poco después los dos se dispusieron a cenar. Y declaró el herrero: "Mi mamá solía decir que antes de cenar el hombre debe hacerle el amor a su mujer". En la cocina misma cumplió el herrero ese deber. Acabada la cena dijo el flamante desposado: "Mi hermano mayor solía decir que después de cenar el marido debe hacerle el amor a su mujer". Ahí, en el propio comedor, se realizó aquel acto. Luego los recién casados se dirigieron a la alcoba, y la viuda se dispuso a recitar sus oraciones. Le indica el mocetón: "Mi hermana solía decir que antes de orar los casados deben hacer el amor". Así lo hicieron, y luego procedieron a decir sus oraciones. Acabado el rezo dice el herrero: "Mi tío solía decir que después de orar el hombre casado debe hacerle el amor a su esposa". Así se hizo. La ex viuda se acostó, y se dispuso a dormir. Apenas empezaba a conciliar el sueño su musculoso marido la movió y le dijo: "Mi tía solía decir que antes de dormir el esposo debe hacerle el amor a su mujer". Y así diciendo se lo hizo. En la madrugada el herrero volvió a requerir a su flamante esposa y le manifestó: "Mis primos solían decir que al despertar por la mañana el hombre debe hacerle el amor a su mujer". Y otra vez a lo mismo. Ese día una vecina le preguntó a la viuda cómo le iba con su nuevo marido. "Me va muy bien -respondió ella con una radiante sonrisa de satisfacción-. No es hombre educado, pero viene de una familia muy sabia"... Pipo Lanarts, crítico de arte, va con frecuencia a Puebla, artística ciudad. Ahí visita siempre el Barrio del Artista, tradicional lugar donde se juntan los pintores poblanos para hacer su obra y exhibirla. Hermoso sitio es ése. Quienes viven en Puebla o visitan la capital angelopolitana se maravillarían al ver las bellezas que ahí se pueden conseguir, y los precios tan accesibles que los excelentes artistas que ahí trabajan ponen a sus obras. Además, el comprador puede llevarse una sorpresa. Hace quizá diez años el propio Pipo Lanarts compró ahí una pintura de don Martín Serrano. Pagó por ella unos cientos de pesos quizá. Ahora se entera de que un cuadro de ese gran artista poblano, ya desaparecido, se cotiza en muchos miles. En su último viaje Pipo adquirió un cuadro de la maestra Lurzhat González, valiosa artista, pintora de fino pincel y fina sensibilidad, y en su ciudad le ofrecen cinco veces lo que pagó por él. No lo va a vender, caro, pues en la sala de su casa luce maravillosamente. Ojalá mis cuatro lectores tengan ocasión de ir alguna vez al Barrio del Artista, en Puebla. Ahí encontrarán bellezas que no sólo están al alcance del corazón, sino también de los bolsillos... En la fiesta el anfitrión notó la ausencia de su amigo Libidiano. Se puso a buscarlo, y finalmente lo encontró en la recámara haciéndole el amor a su mujer. A la mujer del anfitrión, quiero decir. Menea éste la cabeza y dice: "Ah qué Libidiano. Está tan borracho que cree que soy yo"... FIN.

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