Los dichos de los viejitos -dice un dicho- son evangelios chiquitos. Uno de esos decires populares afirma que cuando la perra es brava hasta a los de casa muerde. Patente ilustración de ese refrán es el perredista Gerardo Fernández Noroña. Hombre violento y dado a los excesos verbales, acólito incondicional de López Obrador, ese mal político se erige con frecuencia en feroz inquisidor aun de sus propios compañeros de partido. Si algún temor inspira el PRD, si desprestigio sufre, es a causa de elementos como ese rupestre espécimen, cuya calaña no se conoció no siquiera en los peores tiempos del priismo. En efecto, ningún priista fue nunca tan exaltado en su servilismo y sumisión a un presidente como lo es Noroña en relación con AMLO. Habría que retroceder a tiempos muy lejanos para encontrar aquello de: "Con usted hasta la ignominia", que con sus actos y palabras revive este pedestre troglodita. Los insultos que profirió contra Ruth Zavaleta, compañera suya de partido, por haber cometido el espantoso crimen de cruzar unas palabras con la esposa del Presidente de México, serían motivo de medidas severas en cualquier organización política. El virulento machismo de los insultos de Noroña contra la presidenta de la Cámara de Diputados, su cavernaria intolerancia, su primitivismo político pueden ser dignos de López Obrador, pero no de los nuevos tiempos mexicanos. Soy optimista. Pienso que nuestro país ha optado por la vía democrática, y que no hay en ese camino paso atrás. Ejemplares como Noroña irán quedando atrás en ese caminar, y si algún recuerdo queda de ellos será la efímera memoria de una vergüenza que pasó... ¡Qué bárbaro, columnista! Esa última frase tuya, lapidaria cual ninguna, me provocó un espasmo pilorítico de cuarto grado y un calosfrío o repeluzno en la columna vertebral. Seda ese desasosiego con el relato de algunos lenes cuentecillos que me vuelvan a la tranquilidad... El médico veterinario tuvo un día muy pesado. Se alegró por eso cuando al llegar a su casa su mujercita lo recibió con un martini, le sirvió después una cena deliciosa y luego lo esperó en la alcoba vestida sólo con un vaporoso negligé. En plena acción de amor estaban cuando sonó el teléfono. Era Solicia Sinpitier, madura señorita soltera y cliente asidua del veterinario. "Doctor -le dice- en la azotea de mi casa unos gatos están haciendo el amor, y no me dejan dormir con sus maullidos y su rebullicio. ¿Qué hago?". Le indica el veterinario: "Dígales que les hablan por teléfono". La señorita Solicia se sorprende. Le pregunta al médico: "Y eso ¿los detendrá?". El veterinario masculla, rencoroso: "A mí me detuvo"... Al terminar la competencia el corredor de carros de carrera fue a una fiesta, y ahí conoció a una dama de muy buen ver y de mejor tocar. Con ella compartió esa noche su habitación en el hotel. Las cosas sucedieron como debían suceder, pese a que el hombre andaba muy beodo, pues había brindado con exceso. Al despertar por la mañana, sin embargo, ella le propinó al galán una sonora cachetada. "¿Por qué hiciste eso?" -le pregunta el corredor, estupefacto. Responde ella con enojo: "Por lo que anoche me dijiste". "¿Qué te dije? -pregunta el hombre, inquieto. Relata ella: "Me tocaste las bubis y exclamaste: ‘¡Qué defensas!’". "Y eso -se asombra el individuo- ¿qué tiene de malo?". "Nada -responde la mujer-. Luego me tocaste las pompis y dijiste: ‘¡Qué carrocería!’". El corredor de autos vuelve a sorprenderse. Inquiere de nueva cuenta: "Y eso ¿qué tiene de malo?". Nada, tampoco -reconoce la mujer-. Pero luego me tocaste más allá y gritaste muy enojado: ‘¿Por qué dejaron tan abierta la puerta del garage?’"... (No le entendí)... FIN.