Los geógrafos modernos saben que los continentes no son cinco, sino seis: África, América, Asia, Europa, Oceanía y Saltillo (se citan por estricto orden alfabético, no de importancia). La gente me alaba por alabar a mi ciudad, Saltillo; me dicen que es seña de hombres bien nacidos hacer el encomio de su solar nativo. La verdad es que me quedo corto cuando hablo del terruño donde vi la luz primera. (No muchas otras he visto desde entonces, por eso estimo tanto la inicial). Ciertamente Saltillo es un lugar hermoso, de clima que envidia el mismo Cielo -y el infierno más-, habitado por hombres y mujeres nacidos en esa morada amable, buenos saltillenses todos, y por otros que han llegado a la ciudad para vivir en ella, mejores saltillenses aún pues lo son por voluntad del corazón. El otro día asistí a una grata ocasión social en la cual estuvieron amigos que vinieron de diversos estados del país. Todos se mostraron sorprendidos por el progreso que en mi ciudad se ve. Eso se explica porque hemos tenido dos buenos gobiernos consecutivos: el de Enrique Martínez y Martínez y el de Humberto Moreira Valdés. El actual gobernador es conocido en el Distrito Federal por la vehemencia -fruto de la convicción y de la juventud- con que defiende a su estado de imposiciones centralistas. En Coahuila, sin embargo, Moreira es apreciado por su empeñosa labor, especialmente en bien de los municipios que a causa de su escasa población o lejanía han recibido menos beneficios que los otros. En las últimas semanas he visitado aun los más remotos, y en todos he oído expresiones de complacencia por el apoyo recibido del gobierno estatal. Los escribidores somos muy dados a hablar mal de quienes ejercen funciones oficiales. Olvidamos que la función del crítico no se constriñe sólo a censurar: debe incluir también el reconocimiento a la labor bien realizada. Menciono aquella buena impresión de quienes llegan a Saltillo porque siempre procuro señalar, junto a lo reprochable, los aspectos positivos de nuestra vida pública. Aspiro a ser un crítico, no un criticón... El cuento que ahora sigue es muy desfachatado. Y lo peor es que le entendí... Don Geroncio, señor de edad madura, era muy rico: contaba un millón de pesos por cada año de su edad. Y era ya octogenario. Tenía el pelo completamente blanco, pero sacó juventud de su cartera y se casó con una frondosa muchacha de muy buenas carnes, sobre todo en la región sureña, pues su grupa era como de potra arábiga, opima y abundosa. Gran diferencia de edades había entre los dos. El novio, ya lo dije, pasaba de los 80, y Nalgarina -tal era el nombre de la desposada- no llegaba a los 40. Pero don Geroncio era hombre adinerado -lo mencioné también-, y una reciente encuesta de la revista "Money" demostró que a la generalidad de las mujeres les gusta más el dinero que el sexo. (Claro, el dato se refiere a las norteamericanas. Pero también, según expertos, es aplicable a las afganas, bengalíes, colombianas, chinas, danesas, españolas, finlandesas, griegas, haitianas, iraníes, japonesas, kurdas, libias, mexicanas, noruegas, omaníes, polacas, qataríes, rusas, senegalesas, tunecinas, uruguayas, vietnamitas, yugoslavas y zaireñas). El caso es que la noche de las bodas Nalgarina se despojó de toda prenda y puso a la vista de don Geroncio la plenitud de sus encantos naturales, especialmente los de popa. Pidió él con vacilante voz: "Quiero mollete a las natas". "Pero, vidita -le dijo ella con mimosa voz-. ¿Dónde voy a conseguirte un mollete a las natas a estas horas?". "Quiero mollete a las natas" -insistió el viejito. "Mi cielo -replica Nalgarina-. En una noche así ¿cómo puedes pensar en un mollete a las natas?". Entonces el ancianito se pone la dentadura postiza. "No, -dice hablando ahora con pronunciación perfecta-. Digo que quiero morderte las nachas"... FIN.