Don Jolilo se veía ojeroso, macilento, agotado, feble, laso, enteco, exhausto, desmedrado, exangüe y escuchimizado. Le pregunta un amigo con preocupación: "¿Por qué te ves así?". Responde don Jolilo con voz apenas audible: "Mi señora tiene doble personalidad. Y las dos personalidades quieren sexo todas las noches"... Aquel individuo iba a pasar a los Estados Unidos. Le pregunta el oficial de Migración: "¿Y su mica?". Responde el barbaján: "A mi señora no la traje. Gasta mucho"... Don Cornulio regresó de un viaje. Le dice a su esposa: "Cuando me fui el compadre Salacio estaba enfermo. ¿Cómo se encuentra?". Antes de que la señora pudiera responder dice su hijito: "Se encuentra con facilidad, papi. Nada más abre la puerta del clóset"... La izquierda mexicana no es moderna. O es violenta a la antigua o es intelectual a la antigüita. Ni para los pugnaces ni para los ocupantes del Olimpo izquierdista ha transcurrido el tiempo. Están anclados aún en la década de los sesentas, y ni siquiera han actualizado sus ídolos: admiran a Castro todavía. De una izquierda así, olorosa a naftalina, poco o nada se puede esperar. ¿Acaso no viajan ya los izquierdistas? ¿Ya no leen? ¿No ven la tele ni leen los periódicos? El mundo ha cambiado -cambiar es su principal ocupación, aparte de dar vueltas-, y ellos como si nada. Séame permitida una inane cuchufleta: aconsejo a la izquierda mexicana, más obsoleta cada día, y anacrónica, que no pase por el panteón de Guanajuato, porque ahí quedaría en calidad de momia. Los viajes ilustran (“Y también estriñen”, añadía un enterado). Viajen nuestros intelectuales criollos; lean otros libros aparte de los que leyeron en su adolescencia, y pongan al día su izquierdismo. Sepan que en el mundo moderno la actual izquierda no se parece nada a la de ayer. (También informo a los izquierdistas mexicanos que ya hay computadoras, teléfonos celulares y hornos de microondas)... Pitorraudo, el caporal de la hacienda, ansiaba refocilarse con la mujer del hacendado, señora dada a liviandades, y además ávida de dinero, pues era de las que creen que el don sin el din no vale nada. Para lograr su intento el rijoso rabadán le dice un día a su patrón: "El dueño de la hacienda vecina vende su propiedad, señor. Pero dice que a cualquiera se la vende, menos a usted. Déme el precio que pide el propietario, 5 mil pesos oro. Yo compraré la hacienda como si fuera para mí, y usted se quedará con ella". Ansioso de convertirse en dueño de las tierras colindantes el hacendado le dio el dinero al caporal. Esa noche Pitorraudo se las arregló para estar a solas con la esposa del terrateniente. "Señora -le dice-. En estos años he juntado 5 mil pesos oro, y los traigo conmigo. Estoy dispuesto a darle esa suma si abre para mí la puerta de su corazón y de otras partes". (Eso de “la puerta de su corazón” lo había aprendido el caporal en un librito llamado "El perfecto secretario del amor". Lo de las otras partes era de su propia cosecha). La mujer alcanzó a entender que lo que Pitorraudoo le estaba pidiendo era "aquellito", dicho en términos más de vulgo y comprensibles. Así, con el interés del dinero, esa noche le dio cita en el jardín, y al pie de los arrayanes le entregó lo que en mentidos votos había prometido reservar para el solo usufructo de su esposo. (De materias extrañas están hechos los juramentos de amor. Y también las salchichas). Cuando Pitorraudo acabó de holgarse con la liviana dama le puso en las manos las monedas, tintineantes aún con el sonido del pecado. Al día siguiente el hacendado le pregunta, ansioso, al caporal: "¿Hiciste el trato de la hacienda? ¿La compraste?". "No, patrón -contesta el fementido perillán-. El vendedor se patraseó. Dijo que siempre no la vendía". "¿Y el dinero?" -inquiere el hacendado. Responde el grandísimo bellaco: "Vine anoche a entregárselo, patrón, pero como no estaba usted se lo di a su señora"... FIN.
