Eso que antes se llamaba "la cátedra sagrada" a veces no tiene hoy nada de sagrada, y de cátedra poco. Lo digo a propósito de algo que sucedió recientemente con don Raúl Vera, obispo de Saltillo. Molesto porque un juez no dictó una sentencia de su gusto el señor Vera llamó "rufián" al juez en su homilía de la misa. Esa palabra es fea en cualquiera de sus acepciones. Por un lado designa al hombre que hace el infame tráfico de mujeres públicas; por otro moteja al individuo sin honor, al perverso y despreciable. El juez que con tal violencia fue calificado se llama Hiradier Huerta Rodríguez, y la conducta que observó ante ese abuso es digna de mención. No recurrió a los tribunales como ciudadano, aunque tenía sobrada materia para hacerlo. En vez de eso actuó como católico. Viajó a Roma, y con base en las prescripciones del Derecho Canónico presentó ante la Asignatura Apostólica y ante la Congregación de Obispos una denuncia contra el señor Vera por abuso de potestad eclesiástica. En mi opinión esa acción del juez es merecedora de reconocimiento. A los católicos se nos condiciona desde niños para ver a los eclesiásticos como personas sagradas. Eso nos impide juzgar sus actos, y ya se han visto los efectos lamentables que tal actitud de contención ha causado en otros ámbitos. Un periodista católico no vacila en reprobar con acritud los abusos cometidos por los políticos, pero se limita y autocensura cuando se trata de juzgar los abusos que comete la gente de sotana. Eso se ve especialmente en relación con la alta jerarquía: es difícil reprochar las palabras de quien habla desde el altar ataviado con alba vestidura talar, luciendo mitra y portando báculo episcopal. Cuando un funcionario público habla de más los escribidores hablamos también de más. En cambio cuando un dignatario de la Iglesia habla de más nosotros hablamos de menos. Y eso no ayuda a la verdad, y tampoco hace bien a quienes -se supone- son nuestros guías espirituales. En ese contexto es encomiable la acción del juez Huerta Rodríguez. Contra el abuso, la sinrazón y la injusticia se debe protestar, vengan esos males de quien vengan. En otras ocasiones he reconocido la labor del obispo Vera en pro de los necesitados, especialmente de los migrantes. Esta vez, creo, le faltó prudencia, y le faltó también caridad cristiana, cosa al parecer ya obsoleta entre algunos profesionales de la religión. No deja de llamar la atención, empero, que la oveja imparta lección de sensatez y de buen juicio a su pastor. Mientras el padre despotrica rabiosamente desde el púlpito, el hijo, sereno y comedido, somete su caso a la Santa Madre Iglesia, y se acoge a su dictado. Bien pudo el obispo Vera censurar con argumentos fundados la sentencia del juzgador, si le pareció mal fundada. Pudo también impugnar esa determinación por la vía judicial correspondiente. Pero vituperar así al juez ante el pueblo de Dios; injuriarlo en un oficio religioso y hacerlo objeto de pública difamación, son cosas que no condicen con la calidad de sacerdote del ofensor, ni con su investidura episcopal. Ante la denuncia que presentó en Roma el ofendido ha guardado silencio el señor Vera, cosa que raramente suele hacer, amigo como es de las cámaras y los micrófonos. Una disculpa pública, por lo demás muy procedente, quizás arreglaría las cosas y zanjaría el problema, pero para eso se necesita una humildad que no suelen poseer quienes se sienten depositarios de la verdad y la justicia. Virtudes tiene el señor Vera que están fuera de toda discusión. En este caso, sin embargo, mi simpatía -y la de mucha gente, según he observado- se inclina hacia este juez (a quien, dicho sea entre paréntesis, no conozco) que no guardó silencio ante el abuso del poderoso, y que como persona humana salió en defensa de su dignidad y su derecho, y como católico y cristiano está pidiendo respeto a su condición de hijo de Dios... FIN.
