Así ni quién diga nada. Esa manida frase puede usarse en diferentes formas. El marido llega a su casa, inesperado, e inesperadamente encuentra a su mujer en brazos (y todo lo demás) de un desconocido. Profiere el esposo hecho una furia: "¡Ah, bribón infame! ¡Me la va usted a pagar!". Responde el individuo: "Ya le pagué a ella". Es obligado entonces que el esposo diga la frase de rigor: "Así ni quién diga nada". Consideremos también el caso del galán libidinoso que le pide a una ingenua muchacha la entrega de su más íntimo tesoro, la nunca tangida gala de su doncellez. La joven es ingenua, ya lo dije, pero está deseosa también de conocer los deliquios del amor. A fin de guardar las formas le dice a su lúbrico amador: "Tengo escrúpulos". "No importa -replica él-. Estoy vacunado". Entonces la muchacha debe decir la consabida frase. "Así ni quién diga nada". Hablemos, finalmente, de la reciente sucesión presidencial en Argentina. He aquí que la señora Kirchner recibió la presidencia del señor Kirchner, su marido. En otras circunstancias el escribidor habría puesto el grito en la tierra, en el cielo y en todo lugar. Habría hablado con acritud de nepotismo, y habría denunciado con virilidad -toda proporción guardada- el inicio de una dinastía familiar que se apoderaba del país. Sucede, sin embargo, que doña Cristina fue electa democráticamente por los argentinos, y que no hubo denuncia alguna de manejos irregulares por parte del señor Néstor para imponer en el cargo a su mujer. Dicho de otra manera, la democracia decidió. Así ni quién diga nada... Un hombre de la ciudad fue al campo y alquiló un burro para pasear en él. Pero el jumento no quiso caminar. Fue el citadino con el hombre que le había vendido el asno y le preguntó qué debía hacer para lograr que caminara el asno. "Muela un poco de chile -recomendó el ladino sujeto- y únteselo en la cola". Hizo así el comprador, y el fementido burro salió corriendo a tal velocidad que se perdió a lo lejos. Fue otra vez el individuo con el ranchero y le contó lo que había sucedido. "¿Qué hago ahora para alcanzarlo?" -preguntó. Responde el tipo: "Muela otro poco de chile y únteselo usted"... Aquel matrimonio afrontaba problemas económicos muy graves. El esposo había perdido su trabajo, y no pudo hallar otro. De común acuerdo los cónyuges tomaron una heroica decisión: ella se dedicaría al oficio más antiguo del mundo. No sabía hacer otra cosa, pero poseía habilidades supereminentes en las artes y ciencias amatorias. Cierta noche, pues, se dirigieron los dos a una esquina, y ella empezó a ofrecer ahí sus encantos, apreciables todavía, mientras él observaba los acontecimientos desde una distancia prudencial. Llegó un sujeto y se interesó en contratar los servicios de la dama. "¿Cuánto cobras?" -le preguntó expedito. La mujer no había hablado de precios con su esposo, de modo que fue y le preguntó: "¿Cuánto le cobro?". "Mil pesos" -respondió el esposo. Al hombre le pareció alta la tarifa, y se alejó. Llegó a poco otro individuo, e inquirió por el arancel de la señora. Fue ella hacia el marido y repitió la pregunta: "¿Cuánto le cobro?". "500 pesos" -recomendó él, pensando que el abaratamiento facilitaría el trato. No fue así: al presunto cliente también le pareció excesivo el cobro. Luego llegó un guapo muchacho, apuesto y musculoso. Quiso saber también el costo de la contratación. Fue la mujer con el esposo y le preguntó cuánto debía cobrarle al joven. "100 pesos" -respondió el hombre, inquieto ya por las condiciones del mercado. Regresa la señora y dice al fornido solicitante: "Son 100 pesos". "Lástima -responde el muchacho contando el dinero que traía en la cartera-. Solamente traigo 60". "Un momentito, por favor" -le pide ella. Va la señora hacia el marido y le pregunta: "¿Me puedes prestar 40 pesos?"... FIN.