Simpliciano, candoroso joven, llevó serenata con mariachi a Pirulina, muchacha pizpireta que por fin había aceptado ser su novia. Llegados a la casa de la chica el galancete se puso frente al conjunto, y cuando ella salió al balcón le preguntó desde abajo: "¿Cuál te gusta?". "No sé -respondió ella-. La noche está oscura, y no puedo verlos bien". (NOTA: El romántico mancebo pensaba en la canción que dedicaría a su amada, mientras ella pensaba en los integrantes del vernáculo grupo musical. Para que luego digan que no hay diferencia alguna entre el hombre y la mujer. El hombre es más pendejito, digo yo)... Hacía mucho tiempo que no asomaba por aquí Ianni Tzingas. Este personaje, lo saben mis cuatro lectores, suele enviar cartas con verba de admonición y de castigo a las figuras de la vida nacional que incurren en dislates, desatinos, disparates, despropósitos o desvaríos, y tras exhortarlos a contrición y enmienda signa al final la carta con su nombre. ¿A quién dirige Ianni su misiva ahora? A Porfirio Muñoz Ledo. Le dice esto: "Oye, Porfirio: Te conozco de años y sé de tu inteligencia y tu talento. A pocos oradores he oído con tu cultura y habilidad retórica, sobre todo en los tiempos de tu juventud, cuando apareciste sobre el cielo mexicano como una estrella que luego se convirtió en errante. Lo que no sabía de ti, Porfirio, es que tienes la pésima costumbre de quedar mal con las personas que te invitan a dar una conferencia. Por varias instituciones y personas he conocido ese mal hábito en que incurres. Cuando recibes la invitación dices que sí vas, y luego a última hora cancelas tu presentación. A veces ni siquiera eso haces, y simple y llanamente no llegas a tu compromiso. Es de humanos fallar, cierto, pero eso sólo debe ser por causas justificadas o ajenas a nuestra voluntad. Y en ti, Porfirio, tales incumplimientos son costumbre. Si no quieres ir dilo desde el principio, o avisa de tu inasistencia con oportunidad, no en la misma fecha en que debías presentarte, o la víspera. Eso ahorrará a los organizadores muchos inconvenientes y molestias, para no hablar de gastos. Un hombre como tú, dueño de tantas buenas cualidades (que a veces te empeñas en ocultar), puede darse el lujo de la generosidad. Sobre todo, puede darse el lujo de la buena educación. Ianni Tzingas"... Antón el Cenobita vivía retirado en el fragoso monte, entregado a una vida de soledad y penitencia. Bebía agua en el hueco de las peñas; se alimentaba con hierbas y raíces. Oraba de día y de noche. A veces resonaban en las quebradas de la sierra los ayes lastimeros con que pedía a Dios perdón por sus pecados. Otras se oían los golpes que en el pecho se daba con una piedra, o el restallido del látigo con el cual se flagelaba las espaldas para alejar los malos pensamientos. Un día lo visitaron en su cueva los frailes del convento, y lo hallaron tendido en su jergón, llorando con angustia. "¿Por qué lloras, hermano?", preguntáronle. Gimió el ermitaño con desesperación: "Es que ya quiero morir". Le dijo el padre prior: "La muerte, como la vida, pertenece a Dios. Pero dime si hay un deseo que quieras ver cumplido antes de terminar tu paso por la tierra". Respondió Antón, y su respuesta asombró a todos: "Quiero estar con una mujer -dijo-. No he conocido fémina en mi vida, y no quiero acabarla sin saber qué se siente estar con una". Con pena y todo fue uno de los hermanos a la aldea y trajo a una mujer de virtud fácil. La dejaron en la cueva con el cenobita. Cuando una hora después salió la mujer, cumplido el trance, los hermanos entraron en la gruta. Antón gemía con más desesperación que antes. "¿Por qué lloras, hermano?" -le preguntó de nuevo el padre prior. Respondió el santo varón entre sus lágrimas: "¡Es que ya no quiero morir!"... FIN.