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De teología y política

Jesús Silva-Herzog Márquez

hace varios meses el presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad envió una carta al presidente de los Estados Unidos. El lenguaje del texto, más que el mensaje, es sorprendente. Tras lanzar una serie de invectivas antimperialistas, el presidente iraní pregunta: “Si los profetas Abraham, Isaac, Jacobo, Ismael, José o Jesucristo (la paz sea en él) estuvieran con nosotros en este día, ¿cómo juzgarían esas conductas? Ahmadinejad continúa lanzando la cuerda de la fraternidad religiosa: “Me han dicho que Su Excelencia sigue las enseñanzas de Jesús (la paz sea con él) y cree en la promesa divina del reino de los justos en la Tierra”. Tras ese gesto, una amenaza tronante: “la democracia occidental y el liberalismo no han sido capaces de realizar los ideales de la humanidad. Hoy puede decirse que esos dos conceptos han fallado. Los esclarecidos pueden escuchar ya los estruendos y crujidos que provoca la caída de la ideología liberal-democrática. (…) Querámoslo o no, el mundo gravita hacia la fe en el Todopoderoso. La justicia y la voluntad de Dios prevalecerán sobre todas las cosas”. A oídos occidentales, la clave de estas palabras parece de otro siglo. Se trata, sin embargo, de una pieza que refleja el resurgimiento del lenguaje teológico en el discurso público. El mismo destinatario de la carta, el presidente de los Estados Unidos, no ha sido extraño a ese vocabulario, justificando con frecuencia su actuar político en un mandato celestial. Ya sabemos que Dios le pidió que fuera presidente de los Estados Unidos y después le ordenó bombardear a sus enemigos.

Fue Mark Lilla, profesor de la Universidad de Columbia quien rescató aquella carta de Ahmadinejad para situarla en el larguísimo debate teológico de Occidente. Mal entenderemos el desafío de la nueva teología política si no repasamos nuestra propia experiencia. Durante casi dos siglos en Occidente el debate político se ha enmarcado en líneas seculares. Asuntos políticos tratados políticamente: discusiones sobre la revolución y el orden; sobre las clases y la justicia social; sobre el comercio y la ley; sobre la identidad y la ciudadanía. Ahora, dice Lilla, hemos progresado a tal punto que “estamos peleando de nuevo las batallas del siglo XVI sobre la revelación y la razón, sobre la pureza dogmática y la tolerancia, sobre la inspiración y el consentimiento; sobre los mandatos divinos y la dignidad humana”. Lilla aborda el tema en un libro extraordinario -uno de los mejores ensayos políticos de 2007- sobre la clave teológica de la política. The Stillborn God. Religion, Politics and the Modern West (Knopf, 2007) logra esclarecer complejísimos y remotos debates y vincularlos con candentes dilemas de hoy. Un libro riguroso y a la vez fresco; un ensayo académicamente sólido y muy bien escrito.

Lilla es uno de los mejores historiadores intelectuales del momento. En Pensadores temerarios, su trabajo anterior, nos regaló retratos de pensadores enamorados de la tiranía. Inteligencias dedicadas a poetizar la violencia y a enaltecer la dictadura. Ahora se pasea entre escrituras sagradas, tratados filosóficos y disquisiciones bíblicas para explorar esa llave que fue crucial para entender el mundo político, que desapareció hace un par de siglos y que ahora resurge con fuerza y con violencia. Bien dice Lilla que la teología es la forma primordial del pensamiento político. Un rico acervo de nociones, símbolos, conceptos y valores desde los cuales pensamos al hombre, a la sociedad, al poder. El teólogo ofrece una imagen de asociaciones entre el hombre, el mundo y Dios. De la noción de un Creador con intenciones se desprende un cúmulo de consecuencias normativas. El mundo tiene un sentido, las cosas un valor, el hombre un propósito en la Tierra. Así, la teología política se convierte en un discurso sobre la autoridad y en consecuencia, en un discurso sobre lo imperativo.

Uno de los capítulos centrales del ensayo de Lilla es una sugerente relectura de Hobbes. El edificio que levanta el Leviatán destruye la tradición teológica cristiana que instituía un reinado de la oscuridad. Hobbes no comenzó su reflexión desde algún mensaje celestial sino desde la fisiología humana. Convirtió al Gobierno en un artefacto al servicio del individuo. Los dos miedos premodernos serían expulsados de la ciudad: el primero era el miedo al vecino; el segundo era el miedo a la condena eterna. El Estado, monopolizador de la violencia y de las ideas derrotaría a la guerra y a la superstición. Es cierto que su medicina resultó un monstruo, pero los herederos de Hobbes supieron entender que ese artificio bien puede ensamblarse con otras piezas y dar paso a la convivencia liberal.

El otro gran personaje del libro de Lilla es Rousseau, quien dibujó la experiencia religiosa con intensidad contradictoria: mezcla de curiosidad, de esperanza y desamparo. La solución hobessiana era, para Rousseau, el problema. El encapsulamiento (o la expulsión) de lo religioso provocaba un vaciamiento moral. Sin ser amigo de las instituciones religiosas, Rousseau era amigo del sentimiento religioso. Veía en él un impulso virtuoso que surgía de una luz interior. De lo que habla el autor del Contrato social es de una necesidad religiosa que está en el corazón del hombre porque ese órgano es, a fin de cuentas, un órgano moral. Suprimir, encapsular, expulsar lo religioso sería deshumanizarnos.

Los debates de hoy son, en buena medida, debates entre estas dos herencias.

Aclaración: No firmé el amparo presentado recientemente en contra de la reforma electoral. Un error exclusivamente imputable a mi distracción provocó que se incluyera mi nombre entre los firmantes.

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