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De traumas y tragedias

Federico Reyes Heroles

Al pasar por Chilpancingo Alexander von Humboldt registró uno de los sitios más ricos en flora y fauna de todo su recorrido. La capital de Guerrero y sus alrededores son hoy un páramo. En este inicio de siglo la erosión arrasa por lo menos dos tercios del territorio nacional. Tres cuartas partes son declaradas ya desérticas o semi desérticas. ¿Por qué los mexicanos parecieran estar reñidos con sus selvas y bosques, cuando un cuarto del país tiene vocación forestal? ¿Cómo es que somos incapaces de detener la tala clandestina cuando existen sistemas de rastreo genético de la madera para conocer su origen lícito? ¿Por qué no explotamos racionalmente esos recursos que en muchos casos podrían beneficiar a los más pobres de los pobres? Las preguntas no tienen una respuesta racional, son uno de esos traumas nacionales que todavía no podemos sacudirnos.

Pero los bosques no son nuestro único trauma. En un lúcido texto de don Carlos Bosch García, México frente al mar, el gran historiador nos recordó esta absurda actitud de los mexicanos de darle la espalda al mar. Teniendo México litorales muy extensos y fantásticos, en pleno siglo XXI carecemos de puertos de altura adecuados para su explotación, nuestra flota pesquera está en la quiebra y la mercante es muy pequeña. Don Carlos era navegante, venía de un país de tradición marina y no podía entender nuestra indiferencia frente a esa riqueza. Exaltado y afable reclamaba.

Otra de las grandes negaciones de los mexicanos es el agua. Pareciera que tampoco la tomamos en serio. Explotamos irracionalmente los mantos acuíferos, contaminamos ríos y lagunas sin la menor preocupación. Treinta por ciento del agua que llega a la Ciudad de México se pierde en fugas. La regalamos, la desperdiciamos, no la retenemos, eso a pesar de que todavía millones carecen de agua entubada que no potable. La retamos al arrojar basura en las calles que después tapa las cañerías provocando inundaciones. Nos olvidamos de los drenajes así haya el riesgo de nadar en porquería. La despreciamos: el riego agrícola en México sólo excepcionalmente es tecnificado y eficiente. La gran mayoría es rodado con lo cual se pierden más de dos terceras partes del recurso. Presas de la ingenuidad creemos que el agua habrá de obedecernos, que se plegará a nuestros caprichos. Después la realidad nos da una bofetada y nos asombramos.

Alrededor del 75 por ciento de la población se encuentra situada en lugares con poca agua: menos de un tercio del total. Viceversa, 80 por ciento de ese gran recurso se encuentra en zonas de baja densidad demográfica. Hemos erigido ciudades como Villahermosa o Coatzacoalcos que sabemos están amenazadas por las avenidas y los ríos caudalosos. No hacemos caso de los mapas de riesgo y en ánimo de consentir caprichos populares hemos permitido asentamientos irracionales, lo mismo en Acapulco que en Tampico. La mayoría de las presas en México están azolvadas, pierden así capacidad de retención y terminan por ser inútiles y peligrosas. Por qué se azolvan las presas, en buena medida por la tala irracional y el cultivo en laderas. El terrón flojo es arrastrado, la tierra se deslava. El círculo perverso está establecido. Conclusión: no tomamos a la naturaleza con seriedad.

Hoy el 80 por ciento del estado de Tabasco está inundado. La capital está bajo el agua. Según las cifras preliminares, podríamos estar frente a un millón de afectados. Las cosechas se fueron. Como siempre las familias más pobres son las más perjudicadas. Miles de ellas perdieron todo su patrimonio. Es una gran tragedia. Como siempre han sido las instituciones -esas que por ahí alguien mandara al demonio- las que poco a poco ayudan a cientos de miles de mexicanos a salir adelante. El Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea, la CFE, el IMSS, entre otras saben qué hacer, saben cómo operar en esas situaciones, sus elementos arriesgan sus vidas por otros mexicanos.

Con ánimo de hoguera política surge la pregunta ¿quién es responsable? Todo mundo mira hacia atrás: la condición de Villahermosa es conocida desde que se construyó el sistema de presas en las colindancias de Chiapas. Las presas debían ser construidas, había un beneficio común. De ellas depende el 30 por ciento de la energía hidroeléctrica del país. Se sabía de los riesgos, de la necesidad de continuar con más presas y la de reubicar a los moradores de las zonas bajas. ¿Dónde están los recursos especiales destinados a ese fin? Hicimos la tarea a la mitad. Nos gusta explotar la riqueza rápida, no la construcción de una forma de vida que sistemáticamente genere riqueza. México invierte hoy en infraestructura uno por ciento del PIB, o sea, la novena parte de China, la sexta parte que India, menos de la tercera parte de España y por supuesto menos que Chile, Trinidad y Tobago, Colombia o Panamá. Para poder invertir más en infraestructura necesitamos un mayor gasto y por lo tanto recaudar más, allí es dónde el asunto se vuelve políticamente incómodo. Allí el verdadero origen de la tragedia. Cobrar impuestos es otro trauma.

Como siempre en situaciones extremas, en lo inmediato, habrá una solidaridad muy lucidora, incluso de los legisladores. En algunas semanas, quizá meses, empezará a imperar la sombra del olvido. La gran mayoría de los tabasqueños será, en silencio, más pobre. Volverá la discusión sobre la Ley de Ingresos, sobre la raquítica recaudación del estado mexicano y los señores legisladores, que ya irán de salida, harán lo indecible por evitar el espinoso tema: cómo recaudar más para, entre otros, construir más presas. Ojalá y entonces se acuerden de las tragedias que se viven en el Edén.

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