Siempre me han gustado los rascacielos. A veces, en medio de las ciudades llenas de ellos, me pierdo unos minutos contando los pisos. En los semáforos, en las banquetas o en ocasiones mientras manejo me distraigo peligrosamente unos segundos y cuento los pisos que puedo. Por este gusto, Jesús Silva-Herzog Márquez me etiquetaría de autoritario, pero nada más lejos de la realidad.
Los rascacielos son símbolos de prestigio de una ciudad. Son, en primera instancia, representaciones arquitectónicas de la historia del progreso económico de una urbe, pero también son muestra del estilo de vida y del gusto o disgusto de una megalópolis, o sí, también del de sus clases gobernantes y de su cúpula empresarial. Los rascacielos refuerzan la confianza de la gente en el futuro, como cuando en 1945 un bombardero B-25 se estrelló en el piso 79 del Empire State, sin que éste se colapsara.
No se puede entender el éxito económico de EU sin ese teatro del progreso que es Manhattan, islita de apenas 18 kilómetros de largo por casi 4 de ancho con sus más de 4 mil rascacielos. Manhattan, la piedra de Rosetta del Siglo 20, como la llama Rem Koolhaas en su magnífico libro “Delirio de Nueva York”, un “manifiesto retroactivo” para el urbanismo de Manhattan.
Mas aún no se puede entender la historia contemporánea y el giro en la política exterior estadounidense sin el derrumbamiento de las Torres Gemelas de Nueva York. Manhattan es también la piedra Rosetta de inicios de Siglo 21.
El edificio que Koolhaas y su equipo proponen para conmemorar el bicentenario de la Independencia de México ya ha despertado delirios, aún sin ser aprobado. Delirio por su diseño, que ha sido ha sido comparado con un ataúd parado, comparación que resulta interesante para el psicoanálisis, pero que no debería sorprender que en una cultura como la mexicana, que mantiene una relación especial, algunos dirían única, con la muerte, el diseño de la Torre Bicentenario sea interpretado colectivamente como un féretro.
Delirio político, porque buenos como somos los mexicanos para el “sospechosísmo”, ya se culpa a la Administración de Marcelo Ebrard de crear un proyecto para los cuates, en lugar de un edificio para la ciudad. En parte hay razón para esas críticas. La primera de ellas es el capricho de construirlo en las Lomas de Chapultepec, en lugar de en el Paseo de la Reforma.
Capricho porque según skyscraperpage.com, la Ciudad de México ocupa el octavo lugar en el mundo por el número de rascacielos, pero nuestras 522 torres están esparcidas por toda la ciudad, no agrupadas en un centro comercial o financiero, como sí sucede en Los Ángeles, Tokio, Londres o Nueva York. Por ello, el skyline defeño no es homogéneo y peor aún, nuestras citas de trabajo pueden estar esparcidas entre Santa Fe y Avenida Insurgentes sur en un mismo día, creando caos vial y pérdida de tiempo en los traslados.
¿Por qué un proyecto privado tan importante como la Torre Bicentenario se quiere ubicar en “territorio comanche” para el perredismo local? La Delegación Miguel Hidalgo es un feudo panista en la ciudad y su delegada ya desafía a las autoridades del DF a construir el rascacielos en su demarcación. ¿Por qué no se construye en una delegación controlada por el PRD? ¿Porque no quieren ser calificados de autócratas, como apunta Silva-Herzog?
El DF se merece un rascacielos como la Torre Bicentenario, incluso 20 más así y aún más altos. Ojalá que, como se hace en NY con cualquier obra privada, en el rascacielos de Colas para el DF se reserve un espacio abierto a todo el público. Más aún, ojalá la economía de la Ciudad de México y de todo el país estuviera creciendo a un ritmo que demandara nuevos espacios utópicos de esa índole, como en Dubai. Sin embargo, nuestra ciudad, más que merecer edificios privados como el de Koolhaas, necesita, entre miles de cosas más, abrir los espacios públicos a la discusión ciudadana y planear el desarrollo de la ciudad hacia el futuro, con la participación activa de sus habitantes, en lugar de sólo planear la construcción de un edificio con la panza de un taquero.
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