“Veinte desaparecidos”, fue la cabeza de primera plana, de El Siglo de Torreón, el pasado 19 de mayo del presente año; la nota recuenta los “levantados” del último mes en la Comarca Lagunera. Habrá que agregar a los muertos mutilados y heridos que salvaron la vida en los numerosos actos de violencia en la región y a otros más, que no han sido denunciados o dados a conocer a los medios.
Lo que pocos enuncian es el imperdonable robo que sufrimos la comunidad lagunera: nos han despojado de la seguridad, disminuyendo sensiblemente nuestra calidad de vida social.
Pero estos eventos son consecuencias negativas a la desatención de muchísimas advertencias tenidas años atrás, cuando iniciaron los rumores –algunos terminaron en confirmaciones– del incremento de venta de drogas en el medio urbano, extendidas con gran rapidez al rural; de los avisos no interpretados adecuadamente; esas ocasiones que sabíamos sobre los decomisos de cantidades enormes de marihuana transportados en distintos tipos de vehículos automotores, comúnmente con doble fondo, que eran detenidos en las carreteras de la región; las veces que escuchamos historias de narcotraficantes y sus abusos y excentricidades, sostenidas por el dinero mal habido en turbias actividades; chismorreos de supuestos personajes de la región, a quienes acusaban de formar parte de esos cárteles, otros con supuestas relaciones “comerciales” con ellos; los políticos de todos los partidos, utilizando las advertencias para atacar a los opositores, sin promover el trabajo efectivo; de administradores públicos, quienes muchas veces fueron denunciados en los medios periodísticos por actos de negligencia en el ejercicio de la responsabilidad profesional en los puestos públicos encomendados o por haber “vendido la plaza”. Luego del rumor escandaloso, quedamos, como siempre, en la indiferencia generalizada. Ésa también es una deuda que todos debemos abonar.
Para el presente nos robaron la paz y tranquilidad, ésa disfrutada por generaciones enteras de laguneros en las ciudades comarcanas; cada día, son menos personas las aventuradas a salir –por las noches especialmente– con sus esposas, familiares y amigos, a disfrutar de una cena restaurantera y/o una velada de buena música o visitar a los compadres, compartiendo en tertulias caseras con carnes asadas, refrescos y bebidas “espirituosas”, que bien podían extenderse hasta horas de la madrugada; limitaron la libertad de muchos jóvenes y ahora son reprimidos por sus padres para transitar libremente por las calles o acudir a los centros nocturnos, especialmente en esta temporada de vacaciones de verano; también deberán abonar su cuota las madres de adolescentes y muchachos mayores, sufriendo las horas de espera de hijos e hijas mientras tratan de divertirse con sus camaradas; de mujeres preocupadas por la demora del regreso a casa de sus maridos, mayormente aquéllos con el mínimo de requisitos para ser “candidatos de secuestro” o de los ciudadanos en general, quienes sentimos la inseguridad en las calles y tememos que en algún momento aparezcan pequeños ejércitos de policías y soldados, dispuestos a imponer retenes o catear casas.
En tanto, la oportunidad es aprovechada por malvivientes disfrazados de fuerza pública, para secuestrar, robar o matar, desatando las balaceras a plena calle, sin importarles el paso de transeúntes inocentes.
Habrá que recordar las muchas veces que las declaraciones de autoridades estatales y municipales, así como las de sus subalternos, fueron de franca negación de la realidad: “la inseguridad no existe en la región”; “no es necesario tomar medidas extraordinarias”; “no existen las condiciones para declarar planes de emergencia” y otras muchas que sin duda ahora a usted le vienen a la memoria.
Como siempre, empezamos a vivir un nuevo ciclo de discusiones estériles con pocos hechos que sumen a la eficiencia y eficacia de los cuerpos de seguridad municipales, estatales y federales. Aún hay opiniones encontradas sobre la presencia del Ejército en las calles; del peligro que representa su involucramiento en el medio civil y otros comentarios más, como la necesidad de trabajar coordinadamente entre las diferentes administraciones municipales de La Laguna, o si el “botón de alarma” funcionó o no.
A través de las distintas entregas del “Diálogo” le he insistido en la necesidad de mayor participación ciudadana en la atención a la problemática de la región; hoy, como nunca, debemos atender la advertencia de lo que puede transformar a nuestras ciudades y rancherías en zona abierta de guerra, que la callada y de baja intensidad está presente, aunque alguien aún se atreva a negarla.
Esperemos que ahora reaccionen las autoridades que aún se sostienen en la línea de la honestidad y quieren seguir haciendo carrera –de todos los niveles– y se avoquen a enfrentar el problema; que de plano renuncien quienes temen por su seguridad física y la de sus familiares –razón comprensible–; pero quienes permanezcan, nos regresen, en lo posible, la tranquilidad que nos han robado ante su complacencia, incapacidad o ineficiencia.
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