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Desastres y responsabilidades

Sobreaviso

René Delgado

Al bajar el nivel de las aguas en Tabasco subirá el nivel de las acusaciones y, luego, volverá la indiferencia y la indolencia.

En lo posible se destinarán fondos para reconstruir lo mínimo necesario y, luego, sin saber cuándo, se repetirá ahí mismo o en otro lugar otro desastre. Lo mejor y lo peor de nosotros aflorará de nuevo y, en la repetición del círculo vicioso, se desgastará un poco más el entramado de las relaciones político-sociales entre gobernantes y gobernados, hasta que un día ese tejido se rompa y nos encontremos frente a una crisis mucho mayor.

Lo ocurrido en Tabasco debería obligar no sólo a la solidaridad, sino también –quizá, sobre todo– a la necesidad de replantearse en serio la relación entre gobernantes y gobernados y, desde luego, la rendición de cuentas con sus consecuentes premios y castigos.

Si se cobrara conciencia de los muertos y damnificados así como del monto de las pérdidas que arrojan los desastres naturales y la negligencia política muy probablemente se elevaría el nivel de exigencia hacia quienes ocupan un cargo de representación o ejercen un mandato popular y olvidan la fuente de su poder.

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Es cierto que resulta desesperante ver cómo, cuando todavía hay cuerpos enterrados en una mina, sepultados bajo una montaña o flotando en las aguas, surgen reclamos desaforados: linchar a éste o aquel otro funcionario, lanzar acusaciones desde la cómoda oposición sin tregua, revolver el pasado para encontrar un chivo expiatorio o, peor aún, pretender derivar ganancias del desastre.

Eso es desesperante, pero más lo es que cuando se advierte oportunamente el abuso, la incapacidad o la perversión de un mandatario, funcionario o representante popular, nada ocurre con ellos. La complicidad de la clase política casi siempre los pone a salvo o los retira del cargo sin ninguna consecuencia.

Ésa es frecuentemente la única certidumbre de la ciudadanía frente a la clase gobernante: la impunidad de sus abusos. Sus felonías quedarán sin castigo y, entonces, a la hora de las emergencias y los desastres, la ciudadanía quiere cobrar la factura de su desesperación al conjunto de la clase gobernante porque, por aquella complicidad o por la red de intereses que la une, no ve diferencias en ella: todos los políticos son iguales, aunque no lo sean.

A su vez, la clase política se muestra dispuesta a pagar de manera conjunta esa factura porque, a fin de cuentas, la endosan a las instituciones y no a sí mismos. Y, así, de a poco se va minando la confianza ya no sólo en los representantes de las instituciones sino en las instituciones mismas.

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Ese esquema de comportamiento hunde al país en la incertidumbre. En la pérdida de confianza.

Se duda si el desastre fue natural o no. Si la ayuda llega a quien debe. Si se debe o no buscar responsables. Si se tomaron o no las medidas de prevención y, luego, de auxilio. Si las autoridades federales y estatales actúan de consuno o en función de sus intereses. Si la desgracia en turno se está aprovechando o no para fortalecer o debilitar la popularidad de aquel que, en la coyuntura, desea acrecentarla o aminorarla. Si quienes presumen representar a uno, en verdad lo representan.

Todo se pone en duda porque en tiempos normales, fuera de emergencias, es de lo más común ver cómo más de un servidor público conserva su cargo a pesar del escarnio que hacen del mismo.

De hecho, el mismo concepto de la rendición de cuentas se ha pervertido. Rendir cuentas se limita a formular la declaración patrimonial correspondiente que, falsa o verdadera, reporta el patrimonio bien o mal habido. Es un simple trámite, pero no el ejercicio de exponer el desempeño tenido y sujetarlo a una evaluación política.

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Planteado todo esto a nivel conceptual, puede parecer o no pertinente traerlo a colación en estos días. Pero cuando se le pone nombre y apellido, a esos políticos que ocupan algún cargo o puesto siendo que su desempeño está cuestionado, la dimensión de seguir en la cultura de la indiferencia cobra otro sentido.

¿Qué se quiere decir con esto? Cuando uno mira, por ejemplo, cómo los gobernadores de Oaxaca y Puebla, Ulises Ruiz y Mario Marín, siguen en sus puestos como si sus felonías no fueran dignas de castigo, el ciudadano sin duda se va de espaldas. Todos los poderes de la Federación, el Legislativo, el Judicial e incluso el Ejecutivo, se han visto involucrados en el esclarecimiento de los abusos que aquellos dos cometieron hace ya más de un año, y ésta es la hora en que la ciudadanía no recibe satisfacción alguna.

El Gobierno de Ulises Ruiz provocó muertos, encarcelamientos, desapariciones y desde luego pérdidas millonarias, y él sigue campante en el puesto. Peor aún, su impunidad –tolerada por el resto de la clase política– ha provocado una verdadera descomposición política y social en Oaxaca y, aún así, Ulises se ríe por no decir que se burla. A resultas de aquélla, ahora en Oaxaca se detectan casos de pederastia no castigados, secuestros que antes no había, creciente actividad del crimen organizado y, desde luego, ejecuciones. Sin hablar de los atentados que el país ha pagado en su conjunto.

El gobierno de Mario Marín es otro caso. Hace ya casi dos años, cometió la felonía de abusar del poder, incluyendo el de otras esferas oficiales, para darle un escarmiento a la periodista Lydia Cacho por haber osado denunciar una red de pederastas, donde aparecía un amigo del gobernador, el empresario Kamel Nacif. El asunto llegó al Congreso, el asunto lo investigó la Corte y, aun hoy, nada ocurre con el cacique que, por lo demás, juega a convertir las elecciones de mañana en la coronación de su impunidad.

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A esos dos casos, sin duda los más emblemáticos, se podrían añadir muchos otros.

El del magistrado del Tribunal Electoral, Flavio Galván, cuyo caso duerme el sueño de los justos; el del ex presidente Vicente Fox que, más allá de su Jeep rojo, no tiene empacho en presumir cómo intervino en la elección presidencial; el del ex gobernador Arturo Montiel que, en su divorcio, litiga una fortuna producto de un enriquecimiento inexplicable; el del ex secretario del Trabajo, Francisco Salazar, que convirtió la desgracia de Pasta de Conchos en una crisis del sector minero... la lista completa de casos como ésos no cabría en este espacio.

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Pedirle a la ciudadanía que se una sin reparo frente a las desgracias, se guarde su desconfianza ante las autoridades y obedezca lo que le pida es francamente imposible.

Si cuando no hay desastres, la arbitrariedad y la impunidad es marca de la conducta de muchos de quienes ocupan un cargo de representación o ejercen un mandato, no se puede pedir a la ciudadanía depositar en ellos su confianza y seguridad a la hora de los desastres. Si de lo ocurrido en Tabasco no se derivan lecciones de mucho mayor calado, que nadie se asombre cuando nos alcance un huracán social claramente previsible.

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Correo electrónico:

sobreaviso@latinmail.com

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