EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Desde el sótano

Federico Reyes Heroles

Hace treinta años dio inicio formal la apertura política de México. Desde el propio estado -la Secretaría de Gobernación- se anunció la apertura hacia las minorías. Dos hechos pesaban sobre la conciencia del grupo gobernante: el 68 y la carrera en solitario por la presidencia del candidato del PRI. Se acababa una era. Ganar no bastaba. Había que obtener legitimidad. La lucha fundamental se libró al interior del sistema: “para qué cambiar la cartelera si la plaza está llena” vociferaba un ruidoso gobernador norteño. Las centrales obreras, campesinas y de las incipientes clases medias querían seguir siendo dueñas de todos los boletos de entrada al Legislativo. Aquello no fue una graciosa concesión sino el reconocimiento propio de una grave crisis de legitimidad que comenzaba en casa, en el PRI, en el Ejecutivo.

Esa reforma madre conduciría a una serie de cambios sucesivos sobre todo alrededor del órgano encargado de las elecciones federales. Resultado: la Ley electoral hoy es muy superior -mucho más elaborada- que la que tuvo su primera prueba en las elecciones intermedias del 79. Los pesos y contrapesos vigentes son mucho más variados y extendidos. Los mecanismos de verificación cruzada van desde la elaboración del padrón electoral hasta el conteo distrital pasando por las casillas. La competencia real hoy toca a más del 80 por ciento del territorio. Los avances son evidentes. Y sin embargo nos seguimos refiriendo a esa apertura como la Reforma Política, así con mayúsculas. Mucho de añoranza merodea. ¿Por qué? ¿Qué tuvo aquella reforma que no ha estado presente en las otras?

Lo primero fue el carácter autocrítico; lo segundo una visión de Estado, que iba más allá de lo electoral. Apertura a las minorías, amnistía para los presos políticos y los no políticos, incipiente acceso a la información plasmado desde entonces en el Artículo Sexto constitucional. Pero los mejores argumentos no se sostienen en lo técnico. La independencia del órgano electoral, que llegó dos décadas después, fue un paso tan importante como la apertura inicial o los diputados proporcionales. ¿Cuál es entonces la diferencia? Las unidades, los intereses partidarios y personales se subsumieron a un valor superior. La nación como punto de coincidencia dejó de ser un fantasma, un intangible. Se campeaba en los encuentros. Eso sí conmueve y convence. Allí la diferencia, no técnica, ética, humana.

Fue ese contenido ético que animó las acciones lo que generó un respeto profundo. Se comenzó por casa admitiendo la crisis de legitimidad. Las urnas seguían llenas para el PRI, pero no bastaba. Además del pragmatismo, -darle larga vida al PRI- que también merodeaba, hubo un compromiso personal de los actores que supieron encontrar un territorio más allá de las elecciones y los reacomodos. De nuevo: la Nación como algo concreto. La calidad de la política utilizada entonces era diferente. Predominaron las ideas y los principios antes que los cálculos. De los dos lados, tanto del Gobierno como de los opositores marginados, en particular de la izquierda, hubo un tejido de autenticidad, de nobleza. Eso se extraña.

Tenemos frente a nosotros una larga agenda de reforma política. Los temas a tratar son múltiples y algunos verdaderamente relevantes. Pero no hay emoción, se desconfía y con razón de los intereses ocultos. ¿Por qué? Es muy claro. Los partidos políticos, la Cámara de Diputados y la de Senadores vienen en los tres últimos peldaños de credibilidad institucional. Están en el sótano. Casi el 70 por ciento de los mexicanos desconfía de los partidos políticos y un 60 por ciento de sus legisladores federales. Pero resulta que en la reforma que pomposamente nos quieren vender como de Estado se están dejando fuera las dos principales medidas concretas que de verdad incidirían en una mejoría en la representación para los ciudadanos: la reelección de presidentes municipales, diputados y senadores y las candidaturas independientes. No son congruentes.

La primera medida les quitaría a las dirigencias partidarias el perverso poder de elaborar cada tres años la lista de candidatos de los que inevitablemente serán en su gran mayoría aprendices de brujo durante los próximos tres o seis años. Los desacreditados legisladores que hoy tenemos son resultado de ese oscuro arreglo, no de la voluntad popular. La segunda medida, los candidatos independientes, abrirían una auténtica válvula de escape para los electores que no encuentran por quién votar. Con su anuencia o sin ella los candidatos independientes son un reclamo y una realidad, allí está la alcaldía de Yobaín en Yucatán. Pero no, los señores legisladores y sus dirigentes hablan en su “gran reforma” sólo de los otros pero no de ellos mismos.

Por ejemplo, las propuestas de reformas del PRD hablan de asuntos tan inoperantes como elevar a rango constitucional el derecho a la alimentación o al agua, pero no dicen cómo, de dónde saldrán los recursos. Eso sí, no se les olvida modificar a los otros poderes por eso proponen crear un Tribunal Constitucional o la figura de Jefe de Gobierno. Por supuesto también quieren desaparecer al IFE que tiene el doble de credibilidad que ellos. De los onerosos presupuestos a los partidos nada se dice. ¿De qué se trata?

Mientras los legisladores y las dirigencias partidarias no admitan que son ellos los que están en problemas mayores, en el sótano del descrédito, que son la mayor vergüenza institucional, muy distantes del Ejecutivo, del Judicial, del IFE, 30 puntos por debajo de los medios, mientras no se miren al espejo, no habrán entendido nada. Somos sus prisioneros. Comiencen por casa. ¡Qué prepotencia dar lecciones desde el sótano!

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 277900

elsiglo.mx