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Dictaduras| Archivo adjunto

Luis F. Salazar Woolfolk

La emisión por parte del Congreso de Venezuela, de una ley que autoriza la reelección por tiempo indefinido de Hugo Chávez, es un paso decisivo en la consolidación de un régimen dictatorial, incompatible con las aspiraciones democráticas del pueblo venezolano.

El régimen de Chávez emana de un golpe de Estado que al fracasar, hizo de su autor una leyenda populista que aprovechó el camino electoral como medio para llegar al poder, sin alentar ninguna vocación democrática, como lo prueba la trayectoria posterior de dicho personaje.

Su afinidad con Fidel Castro deriva de esa coincidencia. Durante la revolución castrista, el hoy octogenario dictador de la Isla, se presentó como un paladín de la democracia y cuando bajó triunfante de la Sierra Maestra, lo hizo cargado de escapularios e imágenes de la Virgen del Cobre, como parte de una simulación que sostuvo durante el tiempo necesario para tomar el poder y una vez que tuvo el control de la situación, se descaró confesando: “Soy marxista leninista y siempre lo he sido…”

Castro suprime las libertades de reunión, de asociación y de expresión de ideas y se apodera tanto de la infraestructura productiva como de los medios de comunicación. Persigue ferozmente a la Oposición bajo la consigna “cualquiera disidencia es traición”, asesina o encarcela a todo aquel que piensa diferente y se instala en el poder por largos cuarenta y ocho años hasta la fecha, convirtiendo la Isla de Cuba en una inmensa prisión.

El caso de Hugo Chávez es una reedición del caso cubano, con la diferencia de que el dictador de Venezuela accede al poder por mayoría de votos. Una vez en la Presidencia asume el control del sistema electoral y los medios de comunicación e instala una dictadura de facto con ropaje institucional.

La verdadera democracia no se agota en un proceso electoral aislado que legitime a un dictador, sino que es necesario que se mantenga los principios, se garantice la pluralidad de manera permanente, que la disidencia sea tolerada y que se permita la libre crítica en las relaciones entre Sociedad y Gobierno. Una democracia exige que los procesos electorales estén bajo control de organismos ciudadanos y que el gobierno saque las manos de ellos como presupuesto de respeto a la soberanía del pueblo, alternancia y renovación.

Nada de eso existe en Venezuela. El Congreso es una asamblea títere del Poder Ejecutivo, la sociedad es sometida a una camisa de fuerza mediante los llamados comités bolivarianos, que son una estructura burocrática paramilitar, enquistada en la comunidad.

Además de la reelección por tiempo indefinido, el Congreso de Venezuela está discutiendo un proyecto de Ley de Educación, que entre otras violaciones a los derechos fundamentales de las personas, concede al Gobierno la patria potestad sobre los niños venezolanos y desde los tres años los entrega a la denominada Organización de Círculos Infantiles, “para su educación física, mental y cívica…”, lo que parece sacado de una novela de terror.

En forma inexplicable, abundan las voces y las manifestaciones de apoyo a semejante forma de hacer política, que ya reprobó su oportunidad histórica con el Muro de Berlín y la Cortina de Hierro, tras los cuales se erigió el siglo pasado el nefasto experimento del “socialismo real”, con un costo en vidas humanas que el Premio Nobel de Literatura Alejandro Solzenitzin, calculó en cincuenta y cinco millones de vidas humanas.

En el plano local de Coahuila, preocupa el discurso castrista del gobernador Humberto Moreira y más aún su tendencia a generar conflictos grandes y pequeños entre la comunidad que gobierna, con el pretexto de haber sido el ganador de las elecciones estatales que lo llevaron al poder.

No estamos frente un caso de locura. Se trata de una estrategia deliberada que usurpa la causa de los pobres y marginados, explotando las pasiones humanas, para consolidar una fuerza social en torno a un líder populista con propósitos políticos de control, aduciendo el apoyo de las mayorías para justificar cualquier exceso.

Sin embargo, la democracia no es la dictadura de las mayorías. En la democracia quien obtiene mayoría de votos, debe gobernar para todos sin excepción. Este principio exige la sujeción de la autoridad a normas previamente establecidas y el respeto del gobierno a toda forma de pluralidad e incluso disidencia.

La verdadera democracia respeta los espacios naturales de la persona humana individual y colectiva y los amplía, bajo la aspiración de generar tanta sociedad como sea posible y reducir el tamaño y autoridad del Estado al límite de lo necesario.

Correo electrónico:

lfsalazarw@prodigy.net.mx

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