Y de nuevo quedó claro que aquí se respira de forma distinta: un grito agudo y alargado de ese guitarrista que conserva aún la esperanza; un bastión de energúmenos gritando: “Aquí estamos” con el dedo índice; un aglomerado y contorsionado río de rostros cruzando la avenida bajo una lluvia incipiente; una silueta desolada, frágil (probablemente indecisa), que lentamente desciende la escalera hacia las fauces del subterráneo; un chico pasado de kilos golpeando el aparato, con chamarra abultada, con sus últimos mechones húmedos, ya, casi rompiéndolo y gritándole a ese teléfono que le devuelva las monedas; una rubia, casi albina, casi de ojos transparentes y ciegos, esperando ignoro que monedas bajo un despojo de trapos sucios; una pareja recargada en un poste mordiéndose los labios con los ojos abiertos; un tren con su luz frontal que llega abrupto con su carga de rechinidos; unas puertas que destrabando su metálico comprimir me ceden el paso al interior del subterráneo; un asiento aislado, ése, el que ya ocupo, y que tiene aire de vitrina y de sala de confesiones; un brazo largo y negro que impide se cierren las puertas, y un par de ojos negros abordando a última hora con fuerza de placa teutónica; un tren que en su acelerar se reitera como el teatro de todos los sueños.
Me metí a este tren subterráneo neoyorkino por pura casualidad. Me ocurrió de pronto andar en una calle húmeda y de frío, después otra, una escalera, unos frenéticos mordiéndose los labios, y unas puertas como preámbulo de este asiento donde veo pasar una a una las estaciones del Metro. Me gustaría tener aquí un espejo, y verme, y sentir la soledad de ahora, mas sólo tengo las mismas ventanas del vagón, que borrosas reflejan entre ráfagas de luz mi imagen más nítida: unas ojeras, un gorro de colores y colgada en el cuello una Nikon f2.
Esa cámara aún es de filme y es la que comúnmente uso. La luz se debe medir manualmente, ajustar la velocidad o aperturar el diafragma. Es un bloque duro de metal con aire de sueño de anticuario: con ella es necesario pensar la imagen previamente porque cada rebobinar son pesos menos; con ella la emulsión son químicos verdaderos sabor salitre; con ella no existe la infatigable e indiscriminada imagen olvidada en el interior de un disco duro; con ella –gracias a ella— es posible beber jazz, quietamente, en un cuarto oscuro por ininterrumpidas horas.
Probablemente por eso la f2 le llamó la atención a ese mi vecino de asiento. Un chico alto, flaco, con una barbilla rala y una piocha larga y canosa. Andaba encapuchado. Traía una de esas sudaderas grises de basquetbolista con capucha y con la abertura unida con un seguro. Su cabeza era la capucha y detrás de la abertura –de no más de 10 centímetros de ancho—, se lograba ver sus ojos profundos, sus dientes afilados, su piocha rala y canosa. Ya había yo percibido su curiosidad por mi armatoste, pero no me di cuenta que me estaba hablando. Decía algo así como la cámara… y hacía un gesto como de armar un cubo Rubik imaginario, mordiéndose los labios y volteando a verme desde sus ojos profundos. Entonces fue que le ofrecí que la tomara. Que la tuviera en sus manos. Que la agarrara. Pero él se negó con gesto de repulsión y casi lanzó un aullido. Entonces empezó a hablar.
Fue un monólogo descoordinado, apenas perceptible, interrumpido en ocasiones por los rechinidos del subterráneo. Hombre –me decía—amo esas cámaras. Mi padre tenía una idéntica. Falleció. Son pesadas, es verdad… Con una de ésas podría romperle la cabeza a un cualquiera (y se quedaba viendo al horizonte del vagón, con su boca entreabierta de dientes filosos). Pero no puedo tener una en mis manos. Si tengo una la lanzo y le disparo, la hago pedazos… pufff… pufff… espero que me entiendas… no puedo tener una en mis manos, hombre…
Eso fue lo último que dijo. No oí más. Impetuoso, de pronto, se levantó corriendo hacia el fondo del vagón, abandonando al cerrar la puerta. Todavía lo vi monologando, ya en movimiento, marchándose para siempre rumbo a la salida. Sin duda este sitio respira de forma distinta.
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