A veces pienso que el mundo y los seres humanos somos como monedas de dos caras opuestas con las que Dios o alguna fuerza de origen desconocido echa volados que marcan nuestro comportamiento: cara o cruz, águila o sol. Una de las caras contiene lo bueno: sentimientos positivos, recursos, esfuerzos, logros, actos de fe y de amor, respeto, buenos deseos… La del reverso es la negativa, alberga maldad y destrucción; está llena de egoísmo, cobardía, violencia y desenfreno; ahí están sentimientos mezquinos, como la codicia, la envidia, la traición.
Supongo que así es, porque de otra forma no puedo entender las contradicciones en las que vivimos, los cambios de conducta que mostramos de un día a otro ante una misma situación; me es difícil explicar el afecto que nos despierta una persona y la furia con que la destruimos al poco tiempo; no entiendo que sepamos cuidar con esmero una planta de nuestro jardín o una mascota y veamos con indiferencia el dolor y la muerte de miles de congéneres o nos tenga sin cuidado el deterioro del ambiente y el desperdicio de recursos que todos necesitamos para sobrevivir. Me resulta ilógico que en un país de 68 millones de pobres un solo individuo posea la segunda fortuna más grande del mundo; tan ilógico como que, declarándonos humanos, alimentemos ese odio personal y colectivo que se manifiesta cada día en toda clase de actos de intolerancia y maldad y cuyas consecuencias comienzan a ser irreversibles. No se trata de nada nuevo, lo sé: hace pocos días recordábamos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, aclamado como rey y salvador y también que, antes de una semana, la misma muchedumbre delirante exigió su muerte. Hoy igual que hace dos mil años, estimulada por las razones menos comprensibles, la contradicción parece ser nuestra seña de identidad.
Vea usted los periódicos de cada día o escuche los reportes radiofónicos y televisivos. No hace falta buscar demasiado para encontrar notas alarmantes, ni hay diferencia entre lo que sucede en el mundo (abstracto y lejano) o en México y en nuestra ciudad (espacios reales, concretos y verdaderos). Los atentados, contra altos funcionarios o ciudadanos comunes, en Bagdad o en Argelia; contra el desconocido hallado en el lecho seco del río, el dueño de una camioneta blindada, un periodista en Acapulco o policías en Monterrey, se multiplican con idénticas consecuencias: acumulación de muertos inocentes, impunidad para los ejecutores, mayor odio hacia quienes suponemos motivo de tales reacciones (Gobierno, crimen organizado, ideologías contrarias a la nuestra, poderes inaccesibles, símbolos vivientes de una conducta que nos disgusta o de un estatus que no podemos alcanzar…); también crece la indiferencia a medida que el número de víctimas aumenta.
Monedas, pues, que igual caemos de cara que de cruz –águila o sol– estamos instalados en la contradicción. Por ejemplo, yo esperaba, al igual que muchas personas, que mi existencia más o menos larga, plena y bien trabajada remataría en una jubilación sosiega y placentera y con la posibilidad de hacer lo que me viniera en gana, sin perjuicio de nadie. Pues no; resulta que mis planes han tomado un rumbo inesperado: podré retirarme hasta que cumpla cuatro décadas de trabajo –quién me manda haber comenzado tan joven– ; lo malo es que entonces tendré que usar andador, dientes postizos, aparato de sordera y un lazarillo que me conduzca. Águila: aumentaron las expectativas de vida entre los mexicanos; sol: quien debía protegerme como trabajadora malversó mis fondos de ahorro y ahora no tiene forma de recuperarlos.
Al mundo y a mí nos pasa lo mismo. Toda proporción guardada, ambos –macro y microcosmos– hemos transitado desde nuestros respectivos inicios, por caminos que, según el vuelco de la moneda, llenamos de experiencias buenas y malas, ensayos y errores, lecciones dolorosas y momentos felices. Vivimos novedades y adaptaciones, enfermedades, renacimientos; cargamos pesados lastres y nos enorgullecimos de algunos logros; hemos perdido batallas, afrontado tormentas, disfrutado bonanzas...
Su historia y la mía debían culminar en una gran fortaleza, con cada elemento en el lugar correcto: lo malo en la basura y lo bueno llenándonos a plenitud, esperanzados y felices. Mas no es así. Lejos de graduarse con honores tras su milenaria experiencia de evolución y progreso, de guerras y catástrofes a las que pudo sobrevivir; escenario de todo lo que somos y lo que hemos logrado, el mundo, que tan pacientemente ha esperado a que descubramos los secretos de la naturaleza y los empleemos en beneficio de todos, es hoy mártir del descuido y los ataques de quienes, en lugar de cuidarnos unos a otros, nos vamos convirtiendo en nuestros propios depredadores. No exagero.
Aunque pudiera emplear esta columna para hablar de la cara luminosa de la moneda humana, hoy no deseo hacerlo, porque a mi entender se exige la reflexión y si es preciso, el azote. Vengo de dar un paseo por las páginas de noticias de la semana y no puedo hablar de otra cosa. Si no me cree, haga el mismo recorrido y observe los actos negativos, cotéjelos y saque cuentas, a ver qué resulta en esta carrera contra el derecho, el bienestar de la humanidad, el respeto a la vida, la salud y la paz. La presencia sostenida de soldados en Irak y la decisión de mantenerlos ahí, sin una sola razón que justifique las muertes de uno y otro lado; los atentados suicidas y homicidas que se registran en todos los confines; las amenazas de grupos terroristas, religiosos y civiles; la intolerancia cada vez mayor de todo el que no piensa como uno; las divergencias interminables entre los mesías patrios que podrán hacer todo, menos conciliar ideas y esfuerzos por el bien de México; la guerra sin cuartel emprendida por el crimen organizado para mostrar su fuerza a nuestros débiles Gobiernos, contradicen en todo la humanidad de nuestro género.
Y no contentos con lo anterior, hemos de añadir ahora la lucha eufórica de quienes defienden el aborto como medida de salud y felicidad o proponen la eutanasia como un ejercicio de libertad al que cualquiera tiene derecho. Es posible –aunque personalmente lo dudo– que las circunstancias de algún individuo lleguen a justificar ambas acciones; sin embargo, pienso en mi pueblo mexicano y en lo que somos capaces de hacer, no a nivel teórico, sino en la praxis de cada día, y me aterro, sabiendo que la despenalización del aborto y la eutanasia no tardarán en convertirse en nueva fuente de corrupción, abuso e irresponsabilidad, procesos tan tristemente comunes entre nosotros. Basta pensar en el sinnúmero de delitos derivados de una práctica tan generosa y necesaria como la donación de órganos (hoy por hoy material de tráfico doloso y criminal) para imaginar lo que pasará si los afectados son nonatos, incapaces de opinar, o si la decisión de morir se deja al criterio de cualquiera –nos conocemos bien y sabemos cómo será lanzada al aire esta moneda–.
Creo que debemos pensarlo mucho más, previendo efectos futuros que desde ya se antojan catastróficos. Y aunque mi opinión no es más que eso, me parecería más sensato unir esfuerzos para promover una mejor educación sexual e impulsar la flexibilización de la Iglesia hacia el control natal, que hacernos cómplices en contra de los más débiles e indefensos, carentes de voz y oportunidades para protestar.
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