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Duérmete niño, duérmete ya/que viene el narco y te baleará

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Uno puede imaginarse la escena: el papá Pitecantropo le echa una mirada de puñal a su pitecantropito y le grita: “¡Si no levantas el tiradero que tienes en tu rincón de la caverna, va a venir por ti el Iguanodonte Trompudo!” Vaya uno a saber si el pitecantropito le hizo caso al sufrido padre de familia… er… de horda.

La cuestión es que los progenitores de todo tiempo y lugar echan mano de seres malignos, imaginarios o reales, con el propósito de extorsionar a sus críos para que se porten bien. También ocurre que se usan esos métodos con personas ya mayorcitas, pero de alma sencilla, buen corazón, o simplemente brutas. Y la imaginación que se le pone al asunto habla volúmenes enteros de la sociedad que procrea esos entes.

Por ejemplo: una de mis memorias más remotas es la manera en que mi señora madre atosigaba a la sirvienta que trabajaba en la casa, para hacerla tascar el freno de su tiranía, allá cuando un servidor tenía seis o siete años a mediados de los sesenta: “¡Si no regresas temprano, te pueden llevar las Poquianchis!” Recuerdo que no me quedaba claro quiénes eran esos seres, capaces de atrapar a quien nos lavaba la ropa en cuanto cayera la noche. Y me quedé con la duda durante mucho tiempo. En aquel entonces era de mal gusto hablarles a los niños de los crímenes de unas proxenetas guanajuatenses; tal vez porque luego tendrían que explicar qué era una proxeneta o peor aún, deletrear la palabreja. El caso es que la muchacha se quedó trabajando con nosotros una década o por ahí. No sé si por la paga, el buen trato o por el temor a las Poquianchis, pero me late que esto último sí tuvo su efecto.

Aquí en México tenemos un monstruo infantil muy nuestro: el Coco. Y digo que es muy nuestro, porque esa maléfica figura no aparece en ninguna otra mitología de lengua castellana. Recuerdo la sorpresa de los primos de mi mujer, en Málaga, cuando quise entregar en brazos de Morfeo al niño de la casa con lo de “Duérmete niño, duérmete ya/ que viene el Coco y te comerá”. Lo primero que hicieron mis andaluces parientes políticos fue preguntarme por qué se amenazaba a los infantes mexicanos con ser devorados por una fruta tropical (y sin vodka además). Aquello me desconcertó: nunca la había dedicado un instante de mi atención al asunto. Peor resultó la cosa cuando no les pude describir al susodicho Coco: como que su figura es resultado de la imaginación y la mala conciencia de cada chiquillo y no existe una imagen conocida y popular del mal bicho.

Si me preguntan (y aunque no me pregunten, total), tengo mi hipótesis del origen de tan extraña cantinela. A fines del siglo XVI y principios del XVII (entre 1580 y 1620), en Nueva España se produjo una epidemia que cundió principalmente entre los niños y mató a muchos de ellos. Fue el último gran descenso demográfico como consecuencia del arribo de los europeos a Mesoamérica, habiendo acabado con la mitad de la población en esas cuatro décadas. Según lo describen las crónicas, el mal parece haber sido una forma particularmente virulenta y letal de la neumonía. ¿Y cómo llamaron a esa enfermedad nuestros ancestros? Con el muy náhuatl nombre de cocoliztli. Así que muy probablemente el recuerdo de esa calamidad, que a tantos huercos matara, sigue con nosotros a través de una canción infantil. ¡Y luego dicen que este país no tiene memoria!

En Argentina se amenaza a los checitos con El Hombre del Saco. A cualquier mexicano eso le suena a inspector de Hacienda o vendedor de seguros, pero no. El saco en cuestión es lo que acá llamamos costal. Y el Hombre del Saco usa el ídem para robarse a los chicos. O sea que ese engendro es la versión pampera de lo que para nosotros, hace más de cuatro décadas, era El Viejo del Costal o más precisamente, el Robachicos, mítico personaje que se lo llevaba a uno si cometía la imprudencia de no acabarse la cena como lo dictaban los estrictos cánones maternos.

En buena parte de Europa el que se roba a los niños y con el que se les amenaza, es el Ogro. Este personaje tiene distintas características y motivaciones dependiendo del país o la región. Lo notable es que tanto en zonas católicas como protestantes, latinas como sajonas o eslavas, existe un personaje que se dedica a secuestrar niños con aviesas intenciones. Y lo más notable, que sus víctimas siempre son chiquillos desobedientes o que hacen tirarse de los pelos a quienes tuvieron el infortunio o mal juicio de procrearlos. Supongo que la verdosa calidez y simpatía de Shrek han echado a perder el mal nombre de los ogros. De cualquier modo, dudo mucho que esa amenaza, como cualquiera otra de la vieja guardia, tengan mucho efecto entre los críos que matan dragones y gigantes a diario, con el X-Box en la mano.

(La leyenda del flautista de Hammelin, si se fijan, es una versión de ogro musical, que secuestra a los niños de todo un pueblo porque las autoridades del mismo se mostraron codos y no le quisieron pagar al fumigador. Y como ésa hay muchas otras en las que el Ogro o raptor de infantes juega un papel importante).

En Estados Unidos, el monstruo favorito para atemorizar chiquillos es el Boogeyman. Hasta donde yo sé, posee las mismas características que nuestro Coco: no tiene forma ni apariencia conocida, pero puede llegar en cualquier momento a raptar infantes desobedientes. Ahora que conociendo cómo se las gastan los chiquillos americanos, que por quítame acá estas pajas en el arenero del kínder sacan una Mágnum .44, creo que el mentado Boogeyman no asusta a nadie. Quizá ahora los atemoricen, precisamente, con que puede llegar a la escuela un coreano desquiciado, o un-avión-cargado-cargado-de… terroristas del Oriente Medio.

¿Cómo meterles miedo a los niños del Siglo XXI? ¿Con qué figura mítica podemos amenazarlos si no hacen caso y se desbalagan? Pues bien, mis estimados, creo que he dado con la solución. Quizá se circunscriba al caso específico de La Laguna y sus muy particulares manías y paranoias. Pero creo que puede tener efectos contundentes. Y a las pruebas me remito.

Hace unos días un servidor y su familia fuimos a descansar mente y cuerpo a Mexiquillo, un paradisiaco rincón de la Sierra de Durango. En la comitiva iba mi hija Constanza y una amiga, ambas en la insoportable edad de los dieciséis años. Siendo aventureras, pata-de-perro y adolescentes, resultaba virtualmente imposible tenerlas al alcance de la vista, como ustedes comprenderán. Si algo quieren las muchachas a esa edad, es intimidad y el alejamiento de los latosos ancianos que las quieren cuidar. Decirles que en el bosque puede haber gañanes y rufianes con hábitos siniestros poco efecto le causa a quienes se han chutado cientos de películas del estilo de “Viernes 13” o “Halloween”: si en esos filmes terminan trinchando a una docena de espinilludos, es porque ellos cometen todo tipo de estupideces, como irse cada cual por su lado en cuanto el asesino serial empieza a actuar. Ellas no harían tonterías como ésas.

¿La solución? Aprovechando que habíamos pasado por un retén del Ejército en la carretera, simplemente insinuamos que la Sierra pulula de narcos; que detrás de cada pino podía haber un sicario con cuerno de chivo o un bigotón con botas de cuero de avestruz y cadenas de oro de dos kilos. Santo remedio. O al menos, como que se la creyeron. Extremaron precauciones y no nos pegaron ningún susto. Digo, ya va de gane.

Así pues, a lo mejor estamos siendo testigos de la génesis de un nuevo engendro para atemorizar jóvenes. Lo malo es que éste no es tan etéreo ni tan (relativamente) benévolo como sus predecesores. ¡Qué tiempos, qué tiempos!

Consejo no pedido para evitar que le jalen las patas en la noche: lea “Las muertas”, de Jorge Ibargüengoitia, flojona versión novelada de la historia de las Poquianchis. Lea también “El señor de los alisos”, de Michel Tournier, bellísima novela sobre el tema del ogro. O vea su versión fílmica, “El Ogro” (The Ogre, 1996) con John Malkovich, que no se queda atrás. Provecho.

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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