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El 68, a los libros de texto

Carlos Monsiváis

Entre los logros del 68 mexicano sigue faltando uno primordial: su incorporación justa del movimiento estudiantil a los libros de texto, no como el registro vago y rápido de hoy sino como el fenómeno decisivo que fue y sigue siendo. Como probó el fracaso de la Fiscalía Especial, la indagación judicial carece de la voluntad de los tres poderes que le dé sentido a las pruebas y sin embargo, lo ocurrido en unas cuantas semanas, así sea de modo esquemático, está ya registrado en la conciencia pública y esto obliga a incorporarlo a los programas de la educación primaria y secundaria. No tiene sentido alguno excluir los hechos que, según consenso y por su poder de síntesis, integran el fenómeno más significativo del país en la segunda mitad del siglo XX. No se discute ya seriamente (nunca se hizo) la descripción de lo sucedido fijada en lo básico por el Consejo Nacional de Huelga y continuada por la izquierda política, social y cultural, con los afinamientos y descubrimientos pertinentes. Al no puntualizarse en los libros de texto el 68, (la resistencia al autoritarismo, la condición notoriamente pacífica del movimiento, la alegría previa a Tlatelolco, la conquista de la ciudad, la tragedia...) se escamotea el suceso definitorio de la búsqueda de la democracia.

Fuera de la reconstrucción precisa del 2 de octubre con la intervención del Ejército y el Estado Mayor Presidencial, el retrato ya está: la movilización estudiantil por los derechos humanos y civiles, la represión furibunda ordenada por el presidente Gustavo Díaz Ordaz y su gente cercana (Luis Echeverría en primer lugar), la abyección del PRI, del Poder Legislativo (con unas cuantas excepciones tímidas), del Poder Judicial (completito), de la prensa (con excepciones), la radio, la televisión (todavía no los medios), de las Fuerzas Vivas (término que hoy equivaldría a la contra-sociedad civil). No se excluye del panorama la complicidad del Gobierno norteamericano y de la mayoría de los dirigentes eclesiásticos (salvo un puñado de jesuitas) y la inercia de la sociedad.

* * *

Al relato lo complementa una lista mínima de rasgos del movimiento estudiantil, a partir del 26 de julio y de otro modo, a partir del 2 de octubre:

—El protagonismo irrebatible que por más de dos meses se vuelve el tema y la presencia centrales de lo social y lo político en la Ciudad de México.

—La forja de la actitud (el comportamiento ante la irracionalidad del poder) que cristaliza en las mitologías y las realidades de la generación del 68. Entre los elementos definitorios del 68 se halla el espíritu a fin de cuentas romántico, el antiautoritarismo (enorme si se le compara con el de las generaciones anteriores), el habla revolucionaria más bien superficial y la lealtad a la causa (algo en ese momento más bien desconocido, al no admitir causas la era del PRI).

—El gran estímulo a la lucha personal y colectiva por los derechos que en sus grandes momentos merece el calificativo de épica.

—El aporte de consideraciones morales y éticas a la sociedad, hasta ese momento aletargada o sojuzgada por el oportunismo y el cinismo, componentes del comportamiento políticamente rentable.

—La producción de un liderazgo que por serlo paga su cuota de encarcelamientos, represiones, incluso procesos autodestructivos.

—El arrasamiento de la mitología que hacía de cada Gobierno el sucesor legítimo de la Revolución Mexicana (según sus representantes, la entidad más allá de las definiciones, pero no de los aprovechamientos rapaces).

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Lo distintivo del 68 en la memoria histórica continúa siendo las imágenes de su gran leyenda: estudiantes en las calles, la V de la victoria como el símbolo que uno exorciza a la represión, la multitud en la Plaza de las Tres Culturas, los soldados, la gente que huye, los presos... No se olvida el 2 de octubre pero, casi naturalmente, se difuminan sus causas y consecuencias. Por eso, Gilberto Guevara Niebla en un libro que merece una lectura detallada, La libertad no se olvida (Cal y Arena, 2004), examina la composición de la dirigencia del Consejo Nacional de Huelga, las sesiones (el áspero y fatigoso desgarramiento de las facciones), el ritmo de los acontecimiento en las marchas, las represiones a escala y las negativas gubernamentales al diálogo. Todo esto antes del 2 de octubre.

“Dame la C, dame la N, dame la H...”

En las últimas décadas, el PAN se ha exceptuado del debate sobre los significados del 68, conformándose con repetir obituarios dulzones y el PRI, como si no le bastara su presente, habla ¡en 2007! contra el linchamiento histórico, con lo que, justamente, el acontecimiento queda en manos de la izquierda, de intención conmemorativa, pero escasamente interpretativa. ¿Por qué, en lo fundamental, quedan las conclusiones a cargo de la acumulación de los testimonios y las pruebas (los muertos, los heridos, los presos)? ¿Por qué el PRI no ha salido de la Teoría de la Conspiración? ¿Por qué el PAN, capaz de algunos gestos decorosos en 1968, se despreocupa por entero del movimiento, al que le aplica la lógica de la guerra fría?

“¿Qué fue y qué sigue siendo el 68 y por qué afectó tan profundamente tantas vidas?”, se pregunta Guevara Niebla y esto a lo largo de las experiencias carcelarias, la fragmentación de los participantes en grupos y organizaciones, las tesis de posgrado, los múltiples desengaños políticos, la revisión de las creencias que se creían convicciones inamovibles, las críticas a movimientos surgidos de la izquierda como el estudiantil que en 1999 se lumpeniza para afirmar su sectarismo.

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El CNH surge en agosto de 1968 y en última instancia es el resultado de las iniciativas brillantes de un puñado de líderes y cientos de activistas. El grupo, se divide y se unifica más de lo que se piensa y es sectario aunque nunca tanto como su enemigo Díaz Ordaz. Si el resultado inmediato del 68 es frustrante, al irse incumpliendo las esperanzas democráticas sucesivas, a un buen de participantes les queda —de modo irremplazable— la sensación de haber vivido por un tiempo intensísimo en “las entrañas de la Historia”, en el círculo de acontecimientos que cambian el rumbo del país y a sus participantes los trastorna, los enriquece vitalmente, los fractura en lo anímico.

A los que van al fondo de la experiencia, lo más arduo les resulta equilibrar las recompensas políticas y anímicas con el costo altísimo que pagan. Quien lo vio, no lo pudo ya jamás olvidar, se podría decir del encuentro (el encontronazo) con la Historia, así con mayúsculas.

Posdata

No obstante su condición de fenómeno capitalino, el 68 es un acontecimiento nacional que produce una de las pocas “generaciones históricas” del país en el siglo XX. A ella pertenecen el estudiante de la UNAM Carlos Salinas y el estudiante del IPN Ernesto Zedillo, que ya en el poder no manifiestan vínculo alguno con los ideales del movimiento. Si no se cree esto, véase el peculiar sentido del humor de Zedillo. A los hijos de un desaparecido les recomienda: “Hablen a Locatel”, y añade: “Peguen su foto en los teléfonos públicos”. Bastan estos chistes para deslindarlo de cualquier relación con el 68 o con el respeto a los derechos humanos.

El segundo resumen es muy tajante y algo o bastante injusto con las múltiples consecuencias positivas del 68, por ejemplo, introducir con otros términos la defensa de los derechos humanos y deconstruir el autoritarismo gubernamental, la represión, el desprecio por las leyes y la banalidad grotesca del poder, conocimientos que si no son más benéficos es por la falta de poder social ante el autoritarismo político. Guevara recapitula:

El movimiento estudiantil había alentado la libertad y la democracia, pero la manera brutal en que se le aplastó en Tlatelolco no sólo trajo consigo el terror, el miedo y la confusión: también produjo en los jóvenes una decepción profunda respecto a las instituciones democráticas, fomentó el desinterés en la política y promovió actitudes nihilistas y revolucionarias. La masacre también contribuyó a la crisis de las universidades y a que México perdiera a una generación completa de líderes políticos, de forma que la transición a la democracia siguió, no por el camino directo que propusieron los estudiantes de 1967, sino a través de una senda tortuosa, complicada y costosa, por la que desde hace más de 30 años caminamos.

En La libertad nunca se olvida, Guevara traza una bitácora del CNH, razonablemente objetiva. Sin exaltaciones líricas de por medio, el relato nos acerca a los jóvenes que, sin proponérselo, integran de golpe una generación, una actitud, la dirección de un movimiento de masas, la oposición al Gobierno, la fe en los recursos de la movilización. En el CNH los izquierdistas dictan casi naturalmente la línea que viene de la radicalización de las emociones (la Revolución Cubana, “El Che” Guevara, el rechazo del PRI), de las muy escasas opciones de respuestas al Estado, del aprendizaje de consignas que cada marcha vacía y puebla de contenidos (“El pueblo unido jamás será vencido/ Sal al balcón hocicón”), de los estudios un tanto volanderos del marxismo y de la generosidad que el dogmatismo suele deformar y volver control inquisitorial. A estos activistas de la izquierda política se les une los líderes naturales de las asambleas (siempre en trance de negociar su espontaneidad), los indignados con la represión y los elegidos por el azar en reuniones donde el gran punto de acuerdo es la discusión infinita de los acuerdos. De esa masa levantisca surge un movimiento único, del que informa Guevara con celo de historiador de lo desconocido sin aprovechar en lo mínimo la superioridad de la nostalgia.

Guevara cree en la objetividad, pero no es neutral o imparcial. El CNH, ajustado a los pleitos recurrentes, mantiene con todo un núcleo dirigente, en el que figura Guevara y también y destacadamente, Raúl Álvarez Garín. Guevara describe el CNH:

Las dificultades crecían porque los miembros del grupo no eran personas ya formadas sino adolescentes en su mayoría, algunos apenas púberes, todos en proceso de construir su personalidad, que contaban con poca información general (sobre la política y sobre la vida) y que se consideraban a sí mismos “líderes políticos”.

El 8 de agosto emergen los radicales que, típicamente, al proponerse como ruta de la manifestación ir del Casco de Santo Tomás al Zócalo, lanzan su alternativa: “En vez de manifestaciones únicas por zonas burguesas como la avenida Reforma o la avenida Juárez, los estudiantes deberán realizar varias manifestaciones simultáneas que desfilen por zonas proletarias o zonas con fábricas en el norte de la ciudad”. Al reconstruir la querella, Guevara localiza el punto culminante: ...el estilo político de los extremistas de izquierda jugó un papel decisivo en el envenenamiento del ambiente dentro de la asamblea: sus actitudes despectivas, su tendencia a juzgar a los politécnicos como “ideológicamente atrasados”, su desprecio por la racionalidad y la legalidad, etcétera, todo esto contribuyó a sembrar odio y animadversión entre las delegaciones del CNH. Este estilo sectario estaba estrechamente relacionado con la obsesión genérica de la izquierda marxista por combatir al “enemigo interno”...

Inevitablemente, Guevara da una versión conjunta del pasado y del presente. Entonces como ahora, la izquierda sectaria (con la ayuda no siempre ocasional de la corrupción y la infiltración política) contribuye a destruir un buen número de movimientos y posibilidades. Exige el desafío frontal, se encrespa, provoca, descalifica a granel... y cuando se destruye o se aísla el movimiento, se traslada a la causa siguiente, con el repertorio intacto de vocablos exterminadores y la furia de siglos resuelta y disuelta en el volumen de voz (la ideología requerida). Pero la irrupción sectaria no se ve desde afuera.

En 1968, la percepción externa del movimiento reduce la lucha interna del CNH a una dimensión más exacta, pondera el valor del enfrentamiento tan desigual con el Gobierno y sitúa la intransigencia y los rencores de Díaz Ordaz como el estímulo mayor de la resistencia. Son la intransigencia represiva y la negativa gubernamental al diálogo los elementos que vigorizan a diario las decisiones del CNH.

Sólo en un caso el sectarismo se localiza desde afuera y de inmediato. El 27 de agosto, luego de una marcha extraordinaria, el representante del IPN, Sócrates Campos Lemus, lanza un discurso que en su paroxismo convoca al presidente de la República a dialogar con los estudiantes en el Zócalo el primero de septiembre. La provocación extenúa y —lo más probable— lleva en ese momento a Díaz Ordaz, ofendido en su noción elemental del poder, a planear el castigo.

Guevara alaba el temperamento intrépido de aquellos activistas y critica la cerrazón de los extremistas, entre los que sitúa al líder de Chapingo Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca. (El caso de Sócrates Campos no admite controversia y su prontuario incluye la delación y la colaboración con la Policía). Pero, insisto, los sucesos internos del CNH no impiden en lo mínimo que grandes sectores tomen partido por el movimiento al margen de los matices. Díaz Ordaz y los suyos, en primerísimo lugar Luis Echeverría, desgarran las vestiduras ajenas con “la traición a México” de los huelguistas, su apego a “los filósofos de la destrucción”, su ingratitud para con el régimen de la Revolución Mexicana. Ante la andanada de mentiras, difamaciones y necedades, los partidarios de las razones del CNH no distinguen las fracturas internas ni si lo hacen las califican de irreconciliables. Lo otro, las disensiones y los pleitos que Guevara reconstruye, son utilísimos para entender el paisaje histórico, pero no cuentan demasiado en las semanas de esplendor y drama, ni deciden la represión.

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