El legado de Vicente Fox para Felipe Calderón fue malo en muchos aspectos. Entre las deficiencias de su gestión sobresalen el crecimiento de la actividad criminal y la inseguridad en el país, así como la ausencia de reformas económicas que pudieran mejorar el desempeño de nuestra economía.
Por un lado, la falta de aplicación de la ley y la tolerancia excesiva del gobierno de Fox a cualquier muestra de descontento contribuyeron a que se incrementaran los actos delictivos. Ahora están de moda, a cualquier hora del día, los asesinatos en diversas ciudades del país, muchos de ellos vinculados con el narcotráfico. Esta situación alcanza ya notoriedad internacional, lo que lamentablemente se refleja en las recientes advertencias del gobierno estadounidense sobre la seguridad no sólo en Oaxaca, sino más preocupante aún, en Monterrey. Es evidente, por tanto, que el Estado mexicano no cumple una de sus funciones más elementales, que es la protección de las personas y sus bienes.
Por otra parte, en el terreno económico la administración de Fox tampoco logró avance alguno. Sus iniciativas de reforma fiscal, energética y laboral fueron mal diseñadas y pobremente cabildeadas, de manera que en su gobierno aumentaron las distorsiones que obstaculizan un crecimiento dinámico de la producción y el empleo en nuestro país. No fue capaz, siquiera, de reducir y eliminar regulaciones y trabas burocráticas que entorpecen el funcionamiento de las empresas, lo que no necesita de la anuencia del poder legislativo.
Felipe Calderón heredó estos problemas y tiene que lidiar con ellos. Sus primeras medidas en materia de seguridad pública le han valido la aprobación de la población. Debemos estar conscientes, sin embargo, que la criminalidad en nuestro país no va a desaparecer, pero si realmente se lo propone, puede desalentarla mucho. En ese sentido, falta todavía ver el contenido de sus iniciativas de ley para cambiar nuestro sistema de prevención de delitos y de justicia, ya que sólo así se podrá evaluar si servirán para luchar de manera más frontal y decidida, no sólo contra el crimen organizado, sino también contra la otra oleada de criminalidad que afecta al ciudadano común en el país.
Espero que el principio rector de esas iniciativas de ley no olvide que en México más personas se han convertido en delincuentes debido a que el crimen se volvió una ocupación muy atractiva, al descubrir los criminales en años recientes que la captura es remota, y el castigo es poco probable y muy leve. La mejor manera de revertir esta tendencia es que las leyes contemplen una elevación sustancial del costo de la profesión criminal, así como cambiar con éxito los incentivos que perciben los criminales aumentando las probabilidades de captura y la severidad del castigo. Será crucial, por tanto, que esas reformas impliquen la profesionalización de los cuerpos policíacos, la depuración de tribunales, el aumento de la probabilidad de ser capturado y de ir a prisión, así como la ampliación del tiempo de encarcelamiento.
Pero si hemos visto acciones positivas en el tema de la seguridad, me temo que en el terreno puramente económico la administración de Calderón arrancó mal, privilegiando todavía los objetivos políticos más que la eficiencia económica, lo que no es un buen augurio para las reformas que, en esa materia, enviará próximamente para su discusión y análisis al Congreso. Me refiero, en particular, a la reacción de su gobierno ante el alza del precio de la tortilla, que en vez de reconocer que ésta se deriva en parte del incremento del precio internacional del maíz, así como de las distorsiones que generan los diferentes controles y regulaciones gubernamentales, haya preferido aumentar la intromisión burocrática, al establecer precios tope y castigos a los supuestos ?acaparadores y especuladores?. Una cosa similar puede decirse de la publicidad que se da a la disminución del precio de la leche de Liconsa, mecanismo muy ineficiente para ayudar a los pobres.
Algunos justifican estas acciones como una manera de aumentar el capital político del nuevo gobierno, que era sumamente bajo al inicio del mismo. Eso es posible, pero no deja de ser una mala señal respecto al rumbo correcto de la política económica. La prueba verdadera de sus convicciones económicas vendrá, sin embargo, cuando envíe sus iniciativas de reforma fiscal, energética, laboral y de las pensiones de los empleados públicos, así como cuando veamos cómo disminuye la carga de regulaciones y trabas burocráticas que abruman a las empresas.
Al leer las opiniones de diversos analistas sobre estos temas, me sorprende la confianza que tienen en el éxito de las iniciativas de Calderón, aún antes de conocer su contenido. Es posible que prospere la reforma de pensiones públicas, pero no nos hagamos ilusiones de que es posible diseñar una buena reforma fiscal que no implique la eliminación de exenciones, entre las que destaca la del IVA a alimentos y medicinas. Por otra parte, no esperemos que se desarrolle a plenitud nuestro sector energético mientras no haya participación del capital privado; ni que se logre mayor flexibilidad en el mercado de trabajo si no se debilita el poder sindical y se eliminan las innumerables rigieses que plagan nuestra legislación laboral.
Es evidente que en su arranque, Calderón tiene más determinación que Fox, pero eso no es suficiente para convencer a un Congreso antagónico de las bondades de ese tipo de reformas económicas, que para ser efectivas tienen que asemejarse a las que en su momento enviaron los gobiernos anteriores y que siempre despertaron una gran oposición. Será interesante, sin duda, ver la discusión de esos temas en los meses siguientes y constatar si, en realidad, Calderón hace la diferencia.