La caricatura de Calderón (el cartonista, no el Presidente) iba así: una estatua de Lenin siendo decapitada por un botellazo mientras que, fuera de cuadro, el agresor hipa alcohólicamente. A un lado, las palabras “Boris Yelstin, 1931-2007”. Ésos son los cartones que me encantan: sin mucho rollo, contundentes, secos y a la oreja.
Ciertamente las imágenes y memorias que retenemos de Yeltsin no suelen ser muy halagadoras. ¿Cómo se acuerda usted de él? Bailando con la gracia de un oso reumático, acompañado de unas chicas en minifalda durante la campaña electoral de 1996 o arrastrando las palabras, evidentemente ebrio, durante no pocas conferencias de prensa o nadando en un río en pleno invierno, otra vez como oso (ahora polar), para probar que sí aguantaba; pero la que sin duda se va a repetir en los libros de texto del futuro será la fotografía de él, trepado en un tanque, arengando al pueblo de Moscú para resistir el golpe de Estado de los comunistas de línea dura, allá en agosto de 1991.
¿Héroe de la democracia? ¿Verdugo del comunismo soviético? ¿Demagogo populista que hizo todo lo posible por destruir la URSS para quedarse con el poder en Rusia? ¿Irresponsable borrachín que encaminó al país más grande del mundo al caos y la crisis económica? ¿Paladín del Estado de Derecho para sus conciudadanos? ¿Iniciador de la guerra chechena, esa pesadilla que aún no termina? ¿Con qué imagen, con cuál epíteto, perdurará su nombre? Como puede verse, ese nunca-convocado jurado del Juicio de la Historia va a parir chayotes a la hora de dar un veredicto sobre este hombre polémico. Y que, luego de morir la semana pasada a los 76 años, finalmente está sentado en el banquillo. A ver si no lo rompe.
Ciertamente Yelstin ha sido y seguirá siendo, una figura controvertida. Como tiene que serlo quien, saliendo de la mediocridad más profunda, en menos de seis años se volvió no sólo el líder indiscutido del país más extenso del planeta; sino que, para efectos prácticos, sirvió de enterrador de la utopía comunista soviética, que tantas esperanzas generara y tan magros resultados rindiera a lo largo de siete décadas.
Que el sistema soviético se estaba cayendo a pedazos era evidente ya a mediados de los años ochenta. Y a grandes problemas, grandes remedios: el geriátrico Politburó eligió como líder a Mikhail Gorbachev, un chamaco de 54 años, para que condujera las reformas que la URSS requería a gritos; y de quien podía esperarse durara unos veinte años como amo y señor del Kremlin... y no menos de 20 meses, como había ocurrido con los dos anteriores mandamases (Andropov y Tchernenko).
Gorbachev tomó el mando del barco soviético y pronto se dio de cuenta de que navegaba sin brújula, motor, timón ni sentina: el sistema económico era un absoluto desastre; la sociedad estaba aplastada por la abulia producto de vivir en una situación paranoide, en la que todo el mundo fingía creer en los grandes lemas, los grandes desfiles en la Plaza Roja y los grandes proyectos del proletariado... que todo el mundo sabía se estaban pudriendo en la ineficiencia y el burocratismo. Las colas para surtirse de productos básicos eran de tres horas diarias en promedio. El sistema político estaba paralizado ante la falta de relevos generacionales, la inercia ideológica y la incapacidad de escapar al monolitismo incontestable. La URSS era un país del Tercer Mundo con armamento del Primero.
Gorbachev intentará tomar el toro por los cuernos, aunque sabe que enfrentará grandes resistencias. Para ayudarlo a controlar a los burócratas del Partido Comunista en Moscú, hizo traer de los Urales a un hombre que conocía de tiempo atrás y de quien supuso sería capaz de lidiar con los aparatchiks capitalinos: Boris Yelstin. Sí, fue Gorby el que sacó a Yelstin de la oscuridad y lo puso en el centro de la acción. Y de ahí p’al real.
Permítanme aventarme aquí a dictaminar cuál fue el principal mérito de Yelstin: supo ver mejor que nadie, y con mucha anticipación, que las reformas de Gorbachev iban a destruir a la URSS. El barco no iba a aguantar tanto jaloneo en plena tormenta y se iba a desguasar solito. Yeltsin le sacó provecho a la situación, promoviendo la desintegración de la Unión Soviética para quedarse él con el poder de Rusia, la mayor y más poblada de las repúblicas. Sí, creo que la mayor virtud de Yelstin fue percibir claramente lo que se le venía encima al Estado creado por Lenin. Yelstin pensaba que la URSS no tenía salvación. Gorbachev actuó tratando por todos los medios de mantenerla a flote. Ésa fue la diferencia.
Aunque no crean que Yelstin la tuvo fácil. Su talante populachero le ganó la devoción de las masas y el desprecio de una clase política acostumbrada a marchar a un son bien coreografiado y más bien lúgubre. Cuando Yeltsin empezó a utilizar el nacionalismo ruso para sus fines (“¿Para qué necesitamos a los ucranianos? ¿Y a los estonios? ¿Y a los uzbecos?”), muchos lo consideraron un irresponsable que le estaba dando de palos al avispero. Pero eso era precisamente lo que quería: llevar las cosas hasta el punto de quiebre.
Por eso fue descharchado y mandado al limbo (ese que ahora salieron con que no existe) político... de donde se levantó gracias las reformas democráticas de Gorbachev (nadie sabe para quién trabaja) y a que representaba una absoluta novedad en la política rusa: un candidato populachero, borracho, con el que la raza, la chusma, la pelusa, el infelizaje, los de Sol (y Sombra Norte) del estadio del Dynamo de Moscú se podían identificar. En la primavera de 1991 ganó la Presidencia de la RSS de Rusia por una avalancha. Era la primera vez en la historia de ese sufrido país en que la gente había elegido libremente a su gobernante.
Para entonces, Gorbachev ya pedía esquina y andaba como gallina despescuezada, tratando de impedir el hundimiento del Estado de los Soviets. Para ello, propuso un nuevo Tratado de la Unión, que le daría amplia autonomía a las 15 repúblicas y un golpe casi mortal al monopolio del poder que hasta entonces había tenido el Partido Comunista. La vieja guardia de este último consideró que ya era demasiado: el 19 de agosto de 1991, un grupo de comunistas de línea dura puso a Gorbachev bajo arresto domiciliario, inventó el cuento chino de que estaba enfermo y anunció que ellos tomaban el mando del Estado. La gente se espantó y en Moscú se dispuso a defender lo que veían como el símbolo de la democracia y libertades recién ganadas: el Parlamento Ruso. A su vez Yeltsin comprendió que si ganaban los golpistas, hasta ahí llegaban sus proyectos. De manera tal que fue al Parlamento, se trepó en un tanque (demostrando la calidad de la industria militar soviética: el blindado no se abolló) y arengó a la multitud. Con unas cuantas palabras, Yeltsin se volvió símbolo y líder de la resistencia al Golpe. Éste, organizado y ejecutado con las patas, se desmoronó en un par de días.
Tras esto, Gorbachev quedó muy debilitado y Yeltsin aprovechó cuanta oportunidad tuvo para ridiculizarlo y aislarlo. En diciembre de ese año, Yeltsin y los vivales presidentes de Ucrania y Bielorrusia decretaron la desintegración de la URSS. El Estado formado por Lenin siete décadas atrás se vino abajo como un castillo de naipes. La bandera de la hoz y el martillo fue arriada por última vez del Kremlin.
Ya con las manos libres, Yeltsin promovió una serie de reformas que le dieron al pueblo ruso mayores derechos y libertades que nunca... y también el caos de un capitalismo salvaje hecho al vapor, del que se aprovecharon delincuentes, mafiosos y corruptos de toda laya. Rusia fue durante los años noventa el paraíso de la especulación, la expoliación y el estraperlo. El sistema de seguridad social se vino abajo, los miembros de las Fuerzas Armadas quedaron reducidos a la condición de mendigos y la polarización social destruyó los últimos resquicios de lo que había pretendido ser la comunidad más igualitaria del planeta. Ante esos fracasos, Yeltsin renunció en 1999, evidentemente exhausto, dejándole la chamba a Vladimir Putin... que si no se ha autoproclamado Zar, es porque no ha hallado la corona.
La herencia de Yeltsin es, pues, ambivalente: destruyó una utopía que nunca funcionó en realidad, pero dejó a Rusia en un estado lamentable. Habrá que esperar un tiempo para dar un veredicto más exacto sobre esta figura a veces admirable, a veces bufonesca, siempre con una voluntad (y una capacidad etílica) digna de admirar.
Consejo no pedido para verse mejor que Lenin embalsamado: De Martin Cruz Smith lea “El tiempo de los lobos”, sobrecogedora novela sobre la pudrición y decepciones de la sociedad rusa... y ucraniana. ¡Vuelve Arkady Renko!
PD: ¿Para cuándo el par vial Tecnológico-Gómez Morín? ¡La obra negra de las Pirámides de Egipto tardó menos!
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