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El comentario de hoy

Francisco Amparán

Quizá una de las principales sorpresas que nos trajo el fin de la Guerra Fría, fue el resurgimiento de una fuerza que, antes de la última década del siglo XX, era considerada como una enfermedad infantil ya erradicada: los nacionalismos.

Se suponía que en un mundo globalizado, sin las tensiones de la confrontación entre superpotencias y donde ya no había territorios colonizados, los nacionalismos habían dejado de tener peso. Pero ¡oh, sorpráis!, resultó que esa fuerza latente se desató con furia jarocha en distintas partes del mundo.

Y es que para mucha gente la pertenencia a una comunidad nacional con la que se identifica, es algo crucial... no importa que sea cuestión del azar el que pertenezca a esa sociedad y no a otra. Digo, en donde y entre quienes nacemos es fruto de la vil casualidad. Y puede resultar extraño enorgullecerse o enaltecer lo que es cuestión de la ruleta del destino.

Los nacionalismos suelen explotar en ruidosas manifestaciones de autoafirmación entre la población de naciones agraviadas o que tienen la pésima costumbre de fallar en sus compromisos históricos. Ello explica las banderas, los gorrotes, los trajes de china poblana, los desfiguros de los mexicanos que viajan al extranjero a ver fracasar a la selección nacional. Fracaso que, cualquiera con una mínima objetividad, encuentra perfectamente esperable y explicable.

Ciertamente es en el deporte, a falta de guerras, en donde el nacionalismo tiene su vertiente más visible y fervorosa, especialmente entre los países llamados “desarrollados”. Es pateando pelotas o brincando vallas (mejor dicho, viendo cómo lo hacen otros compatriotas) como se puede derramar el fervor patrio con tórrida pasión. Y si ésta se puede organizar masivamente, pues mejor.

Todo ello se tomó en cuenta para que, oficialmente, la semana pasada iniciara en España el proceso de darle una letra a su Himno Nacional. Y es que los jugadores de la Furia se han quejado de que, antes de empezar los compromisos internacionales, tienen que quedarse con cara de palo oyendo la Marcha Real, en tanto sus oponentes cantan sus respectivos himnos a grito pelón, acompañados de miles de gargantas desde las tribunas. Antes del silbatazo inicial, los españoles ya empezaban con una desventaja anímica. Los otros cantaron y ellos no. Se ha de sentir feo.

Para remediar ese handicap, algunos diputados hispanos ya empezaron a mover las aguas. Que uno de los himnos más antiguos del mundo (viene del siglo XVIII) no sirva para hacer hervir la sangre de jugadores e hinchas, es no sólo un desprestigio, sino una tontería. Así que hay que ponerle letra, para que la selección pueda aullar a voz en cuello como los otros. El asunto ya está en el Parlamento.

¿Les parece infantil? Yo no estoy tan seguro. Sobra gente que se tome estas cosas muy, pero muy en serio.

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