En un reciente artículo, Jesús Silva-Herzog Márquez comenta que en lugar de acordarnos de lo ocurrido hace un año, deberíamos volver la vista atrás diez años, a las elecciones intermedias del sexenio de Zedillo, cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados por primera vez en casi siete décadas. Fue en ese momento cuando todas las reformas, esfuerzos y planteamientos movilizados durante los años anteriores rindieron fruto y la Oposición pudo convertirse en un factor real de poder en México. Tres años más tarde, un bigotón de botas con mucho carisma y desparpajo pudo concretar el sueño que para muchos parecía irrealizable: sacar al tricolor de Los Pinos.
Según esta perspectiva, la democracia mexicana acaba de cumplir su primera década. Algo habría que discutir al respecto.
En primer lugar, sobra quien dispute la noción de que a esa señora tan nombrada llamada Democracia se le tiene que limitar forzosamente al ámbito electoral. Esto es, alegan que puede haber una cultura democrática en pañales o a punto de arrancar, sin que se haya construido un andamiaje electoral funcional que pueda considerarse democrático. O sea que primero vienen las buenas costumbres y luego el ejercicio electoral.
En segundo lugar se podría apuntar que la elección de Zedillo en 1994 fue legal y la más limpia de nuestra historia hasta ese momento, sobre todo si la comparamos con el cochinero de 1988. Así pues, aunque hace trece años ganó el de siempre, lo hizo de manera que podemos considerar democrática, especialmente si tenemos en cuenta la gran cantidad de mexicanos que salimos a votar ese año de susto, la época del levantamiento zapatista, el asesinato de Colosio y otros sobresaltos mayúsculos.
Y en tercer lugar, cuando en aquel 1997 el inefable Porfirio Muñoz Ledo le puso una trapeada a Zedillo desde la tribuna de la Cámara, ¿constituyó ésa una de nuestras más altas cotas de vida democrática? ¿En realidad tenemos algo de qué enorgullecernos a diez años de aquel momento clave?
Y es que tenemos una década de gobiernos divididos que se la pasan agarrados de la greña y parecen incapaces de lograr consensos, mientras el resto del mundo nos pasa por encima. Si nuestra democracia tiene diez años, nuestros demócratas brillan por su ausencia o están en pañales. Si esa fecha es tan significativa, entonces algo hemos hecho muy mal, porque después de tantos años seguimos sin despegar. Por no decir nada de los muchos que todavía creen que hace un año hubo un fraude electoral tan invisible como inexplicable.
Así pues, las apreciaciones del buen Silva-Herzog Márquez pueden ser discutibles. Lo que sí es que todavía nos queda un trecho enorme por avanzar. Y más nos vale que nos pongamos las pilas y empecemos a caminarlo. El mundo no nos va a esperar.