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El comentario de hoy

Francisco Amparán

No recuerdo quién lo dijo, pero tenía toda la razón: el grado de civilización de un país se mide por su sistema postal. En aquellos lugares en que las cartas son recogidas de los buzones puntualmente; en donde la correspondencia tarda uno o dos días para atravesar el país, sea éste del tamaño que sea; y en los que uno tiene la certeza de que uno recibe mucho más que el valor de la estampilla en servicio y puntualidad, ésos son realmente países del Primer Mundo.

En cambio, característica propia del subdesarrollo es el depositar una carta en el correo sin tener la más remota idea de cuánto va a tardar en llegar. O saber que la tarjeta postal que mandamos al Canadá probablemente llegue en cinco o seis semanas. Si bien nos va.

El servicio postal mexicano ya tiene mucho tiempo deambulando por la calle de la amargura. El único servicio que más o menos se salvaba era el de mensajería, Mexpost. Pero ahora, mis estimados, lamento informarles que ya ni ése salva la cara.

Hace unos días deposité por ese medio una carta con dirección a Saltillo. ¡Saltillo, a 270 kilómetros de distancia! Pues bien (o pues mal), pasaron cuatro días, y nada. Envié a los presuntos recipientes el número de serie para que rastrearan la carta. Una semana más tarde me dijeron que la carta ya había llegado a Saltillo y pronto la llevarían a su destino. Eso fue un lunes. ¿Saben cuándo llegó la carta? El jueves. O sea que un envío de aquí a la capital peronera tardó en arribar la friolera de trece días.

Echando cuentas, esa carta recorrió unos 21 kilómetros por día. Creo que reuniendo fuerzas, haciendo acopio de suficientes bastimentos de boca y guerra y yéndose por la sombrita, un cuarentón con algunos kilillos de más como un servidor puede recorrer una distancia mayor. O sea que llevando la carta a pie hubiera llegado más rápido.

El personal del esforzado servicio postal dice que la situación no depende de ellos, sino de una serie de problemas que se han ido apilando con el tiempo. Y que gobiernos federales van, gobiernos federales vienen y nadie le entra al toro de darle una ajustada a un servicio que, pese al e-mail y los photologs, sigue siendo necesario. Quizá la gente ya no se escriba como antes. Pero el envío de mensajes escritos en papel continúa formando parte de nuestra vida diaria. Y debería tener prioridad por encima de muchas otros rubros del servicio público, en los que se gastan toneladas de dinero sin ningún efecto positivo.

El problema es que en esto, como en tantas cosas, en lugar de predominar la indignación, el público suele encogerse de hombros y resignarse. Nos hemos acostumbrado a la ineficiencia gubernamental como si de una plaga bíblica se tratara, contra la que no se puede luchar, a la que no se puede evitar. Y por eso estamos como estamos.

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