A lo largo de nuestra vida, hemos ido viendo cómo personajes, funciones y aparatos que antes parecían imprescindibles, se van convirtiendo en caducos y anacrónicos.
Y ello tiene que ver con todo tipo de cosas: desde los discos de acetato hasta la televisión en blanco y negro; desde los abrelatas hasta el agente de tránsito de crucero, pasando por las estudiantinas, las últimas décadas han sido un torbellino que se ha llevado entre las patas antiguallas que, en su tiempo, eran o parecían importantes.
Una de esas antigüedades en vías de desaparición es la monarquía.
Cuando nacieron los Estados Unidos, hace poco más de 230 años, eran la única república en este mundo. Los monarcas, las testas coronadas, gobernaban al 99.5% de la Humanidad. Se tratara del Rey de Inglaterra o de Francia, el Zar de Rusia, el Emperador de China o el Rajá de Jaipur, casi todo habitante de la Tierra era gobernado por una forma u otra de monarquía.
Hoy la situación es muy distinta: las repúblicas (funcionales o disfuncionales, eso ya es otra cuestión) constituyen la forma preferida de Gobierno y las monarquías rigen a sólo un puñado de naciones. Y en la mayoría de ellas, además, los reyes tienen poca o nula autoridad efectiva. Como siempre digo, si Isabel II de Inglaterra no puede gobernar a sus nueras, ¿va a poder gobernar a la Pérfida Albión?
Todo esto tiene que ver con que, en días pasados, murió uno de los últimos reyes que encabezara una monarquía de las antigüitas, de las absolutas, de las que uno relaciona con los cuentos de hadas y suegros de Shrek. A los 92 años de edad murió Mohammad Zahir Shah, el último monarca de Afganistán.
Este señor fue rey de esa montañosa región durante 40 años, de 1933 a 1973, cuando fue derrocado en una intriga palaciega. En esas cuatro décadas prefirió delegar el poder real en su numerosa parentela, mientras él se dedicaba a cultivar fresas. No fue sino hasta los años sesenta que introdujo algunas novedades modernizadoras, como darle al país una constitución y mayores derechos a las mujeres. A la postre, fue destronado y vivió casi 30 años en el exilio.
Según cualquier estándar usual, Zahir Shah fue un monarca mediocre. Digo, en cuarenta años no inauguró ni un Puente de Solidaridad, ni una joroba en bulevar. Pero lo que son las cosas: para muchos de sus compatriotas, ésa fue una época paradisiaca, de paz y tranquilidad. Muchos veteranos ven esos años con nostalgia, cuando en Afganistán se podía, por lo menos, vivir tranquilamente.
Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Y uno nunca sabe cuál será el juicio de la historia sino hasta que ésta se va desenrollando. Los que parecían chafas, con el tiempo pueden parecer cada vez mejores. Cuestión de óptica... y de qué tan malos hayan sido los siguientes.