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El comentario de hoy

Francisco Amparán

El Big Ben en silencio

Hablábamos en días pasados de cómo ciertos edificios grandotes pasan a simbolizar la ciudad en que se asientan. Y ello no sólo por que su silueta define el perfil urbano de la ciudad; sino porque de alguna forma encarnan el espíritu de la urbe sobre la que se yerguen.

Pero también hay otras construcciones que, sin ser edificios, por su belleza, antigüedad o prosapia pasan a ser representantes de su ciudad. Y de nuevo, buena parte de su imagen se debe al cariño que le tienen los locales y cómo forman parte de las referencias de propios y extraños.

Así, el emblema de la Ciudad de México no es ningún lugar habitable, sino la Columna de la Independencia, mejor conocida como el Ángel, lugar en el que se celebra todo lo celebrable en este país, desde triunfos electorales hasta nuestra enésima derrota (pero muy honrosa, eso sí) en un Mundial. De semejante manera, Madrid está representado por la Cibeles, París es inconcebible sin la Torre Eiffel y la Puerta de Brandemburgo da la cara por Berlín.

Londres tiene desde hace siglos un símbolo entrañable: la torre del reloj del Parlamento, lo que mucha gente identifica como el Big Ben. Seguramente usted lo puede pintar en su imaginación en este preciso momento, siendo uno de los edificios más retratados del mundo.

No es por ser aguafiestas ni por llevarle la contra, pero ni el edificio ni el reloj se llaman Big Ben. En realidad, ese nombre es el de la campana del reloj, de trece toneladas, que cada sesenta minutos da la hora con maniática regularidad y precisión británica. Pero bueno, no nos detengamos en pequeñeces.

(Claro, Big Ben también es el apodo del mariscal de los Acereros de Pittsburgh, que este año parece que vienen afilados como navajas. Pero eso no tiene mucho que ver con esto).

El caso es que, por primera vez en una generación, Londres no está siguiendo su ritmo cotidiano al compás del Big Ben. Desde el sábado pasado, la famosa campana ha estado silenciosa por trabajos de mantenimiento. Sí, allá tienen la curiosa noción de que a las cosas hay que darles mantenimiento para que sigan funcionando. Aquí no hacemos nada hasta que truenan.

Las últimas dos veces en que Londres vivió algo semejante fue: durante la Segunda Guerra Mundial, cuando una bomba alemana detuvo la maquinaria del reloj durante 30 segundos (o al menos eso dice la leyenda). Y en 1956, cuando el martillo de un operario cayó en el mecanismo y éste se detuvo unos instantes.

Como se ve, esa gente se toma la puntualidad muy en serio. De hecho, hasta a la política se la toman en serio. A lo mejor por eso están desarrollados… y nosotros no.

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