Elvira Arellano como símbolo
Como que era lo único que faltaba: un símbolo de la obtusa, absurda, insensata posición de buena parte del Gobierno norteamericano en relación con la inmigración ilegal. Ahora ya existe ese símbolo: es una mujer mexicana llamada Elvira Arellano, madre de un niño de nacionalidad estadounidense.
Elvira Arellano ya era un símbolo, pero de un horror abstracto: el temor a los desgarramientos familiares que pueden ocurrir cuando en una misma familia hay individuos documentados y otros que residen ilegalmente en la Unión Americana. Ahora representa eso mismo, pero ya en concreto, no en abstracto. Y es que Elvira Arellano fue deportada a México por las autoridades migratorias norteamericanas. Su hijo de ocho años se quedó en Chicago: un ejemplo de aquello por lo que protestaba esta mujer.
La cual vivió durante poco más de un año en una iglesia de la Ciudad de los Vientos, suponiendo (y suponiendo bien) que la Migra no iba a invadir un recinto sagrado para detenerla y deportarla. Ante tan prolongada reclusión voluntaria, el caso de Elvira se convirtió en paradigmático y atrajo la atención de muchas personas en todo el mundo. Con ello no sólo impedía su deportación, sino que se convirtió en una protesta viviente y permanente del inhumano proceder de las agencias migratorias norteamericanas, a quienes no les tiembla la mano a la hora de separar familias, matrimonios, relaciones que tienen años de existir.
Hace unos días, Elvira decidió abandonar su santuario y se dirigió por carretera a Los Ángeles. En esa ciudad fue detenida después de un mitin y deportada sin contemplaciones a Tijuana. Desde esa ciudad fronteriza, Elvira dejó claro que la lucha por acabar con esas políticas nefastas continuaría a uno y otro lado de la línea.
Por razones obvias, es imposible tener una estadística remotamente exacta acerca de cuántos niños nacidos en Estados Unidos (y por tanto, de esa nacionalidad) son vástagos de padres ilegales. Pero el número ciertamente ha de andar en los cientos de miles. Y muchos de ellos se enfrentan a una situación tan estremecedora como la que ha separado a Elvira y su hijo.
Por supuesto, estos dramas podrían tener un final distinto si el Congreso norteamericano se hubiera arremangado la camisa y puesto a trabajar sobre el proyecto de reforma migratoria. Pero allá (como acá) pueden más las grillas y la miopía ideológica que el bienestar de millones de personas. De manera tal que, mientras el problema migratorio sigue engordando, con sus complejidades humana (como lo demuestra el caso de Elvira), diputados y senadores se la pasan chupándose el dedo y viendo cómo torpedean los esfuerzos del contrario.
Mientras tanto, millones de seres humanos han de vivir angustiados por una política insensata y unos políticos aún más insensatos.