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El comentario de hoy

FRANCISCO AMPARÁN

El canto (culto e inculto) pierde a un grande

Una de las discusiones intelectuales más añejas y absurdas es la que tiene que ver con la existencia de diversos niveles de cultura. Así, se habla de “alta cultura” cuando sus expresiones requieren de un largo y exhaustivo entrenamiento por parte de sus intérpretes y de ciertos conocimientos a cargo de los espectadores. En tanto que la llamada “baja cultura” o “cultura simple” es aquella que puede ser generada por personas sin entrenamiento ya no digamos profesional, sino siquiera metódico y que pueden disfrutarse por cualquier lego, sin mayor preparación ni empacho.

Por supuesto, establecer esos niveles ni le ayuda a nadie, ni tiene mucho sentido que digamos. Un ballet coreografiado a la perfección puede resultar menos emotivo que unos briosos matachines con un buen panzón al tambor (los del tambor siempre están panzones, como los que dirigen a los remeros en las películas de romanos) y un muy pícaro “viejo de la danza”. Como un sencillo retablo colgado de las paredes de la Iglesia de San Francisco en Real de Catorce (o de la del Santo Madero en Parras) pueden adquirir un significado más excelso que cualquier obra maestra que penda de los sublimes muros de El Prado, El Louvre o L’Hermitage.

Todo esto viene a cuento porque acaba de morir un hombre que se preocupó por unir las diversas facetas que puede tener el canto. Y que, aún siendo un miembro selecto de la muy exclusiva comunidad de la llamada “alta cultura”, procuraba abordar temas y modalidades más a tono con la gente llana, el pópolo, la raza, los de Sol (y Sombra Norte).

A los 71 años de edad murió en su amada Emilia-Romagna, Luciano Pavarotti, uno de los tenores que más hizo por popularizar el bel canto.

Un servidor tiene oído de artillero y por más que algunas personas han intentado ilustrarme, no entiendo gran cosa de notas, corcheas ni tonos. Por ello, la ópera me es territorio más desconocido que el desierto de Gobi. Sin embargo, algo me dice que incluso los neófitos no podíamos sino dejarnos encantar por un gordito simpático y barbudo, que de repente se soltaba cantando con pulmones de locomotora cancioncillas populares y tonadas vernáculas. Y lo hacía en conciertos al aire libre, días después de soplarse quién sabe qué aria en La Scala de Milán, el sancto-sanctorum de los de veras conocedores del arte supremo de los gorgoritos.

Pavarotti lo hacía, según propias declaraciones, porque consideraba que el canto no tenía por qué ser elitista. Que la emoción de sacar cosas de su ronco pecho podía ser compartida a todos los niveles, por cualquier tipo de audiencias y clases sociales.

En ese sentido, incluso los no iniciados vamos a extrañar a Pavarotti. Hizo un esfuerzo por hacer llegar la belleza de su arte excelso a la masa. Y quienes lo intentan (y, como en su caso, triunfan) merecen todo nuestro reconocimiento. Por ello nos entristeció su deceso. Por ello el mundo está hoy un poco más vacío.

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