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Francisco Amparán

La muerte del silencio que gritaba

Es raro, pero muy, muy raro, que una persona represente, simbolice, a su oficio. Y es todavía más difícil que ello ocurra con una expresión artística. Y es que el arte, esa complicada forma de comunicar las emociones, tiene demasiadas complejidades como para que un ser humano las simbolice por sí solo. Y sin embargo, ello ocurre de vez en cuando.

Marcel Marceau encarnó durante décadas el espíritu de la mímica. Fue no sólo el sumo sacerdote de ese difícil arte, no únicamente el maestro de varias generaciones que siguieron su ejemplo. Fue la materialización de cómo se pueden decir muchas cosas sin palabras, empleando solamente la expresión corporal.

Por eso, cuando nos enteramos de su muerte a los 84 años de edad, creo que a muchos se nos encogió un poquito el corazón: nos habíamos acostumbrado a asociar a Bip, su inmortal personaje con traje de marinero y flor en el sombrero, con la interpretación silenciosa de nuestros sentimientos, agonías, tristezas y alegrías. Y ahora que no está, como que el mundo se nos hace un poquito más vacío, más solitario, más hueco.

Marceau fue sobreviviente del Holocausto y miembro de la Resistencia Francesa a la ocupación nazi siendo todavía muy joven. La experiencia lo marcó de manera definitiva, y decidió consagrar su vida a hacer reír y llorar a los demás, evocando un sinnúmero de sentimientos con sus gestos, haciéndonos reflexionar con su silencioso discurrir. Se podía ver y entender mejor la vida cuando Marceau nos la representaba calladamente.

No deja de ser irónico que la única vez que escuchamos hablar a Marcel Marceau haya sido en una película muda. En efecto, en esa joya del cine cómico que es “La última locura de Mel Brooks” (Silent Movie, 1976), que es la última película silente filmada (al menos que sepamos), el único personaje en emitir una palabra fue Marceau. Cuando Brooks, quien anda reclutando actores para hacer una película que lo salve de la bancarrota, le llama al mimo para invitarlo, éste responde con un contundente “¡No!”. Esas dos letras (bueno, tres, porque dijo en francés “¡Non!”) fueron las únicas que le escuchamos pronunciar jamás.

Así pues, se fue uno de los grandes exponentes de las artes interpretativas que nos tocó la fortuna de conocer. Sin duda deja unos zapatos muy difíciles de llenar. Pero su espíritu seguirá vivo en los montones y montones de mimos que en plazas, alamedas y paseos de todo el mundo, nos hacen sonreír con sus imitaciones y ocurrencias. Después de todo, seguirá habiendo algo de Marcel Marceau en cada uno de ellos. Lo quieran o no, lo pretendan o no. Ésa fue la huella que dejara el gran mimo.

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