¿Qué hacemos con Lenin?
Hay símbolos que, por simple persistencia, cobran una importancia que no tienen en realidad. Pero que, al habernos acostumbrado a verlos durante mucho tiempo, resulta difícil deshacernos de ellos, quitarlos de su pedestal, referirlos a una nueva realidad, más congruente con lo que representan.
Así, cuando la Unión Soviética se fue por el caño, la población de las quince repúblicas se dedicó con particular gusto y contento a deshacerse de las estatuas de Marx, Engels, Lenin y las pocas que quedaban de Stalin. No con saña, exceso de violencia ni por muchedumbres con antorchas encendidas La mayoría fue retirada con grúas, por simple buen gusto urbanístico. Muchas terminaron siendo fundidas o rematadas como fierro viejo. Otras fueron vendidas a Occidente como curiosidades. Afuera de un restaurante italiano en Texas una estatua de Lenin, con el brazo levantado, sostiene una pizza y anuncia la promoción de los miércoles: Tres ingredientes por el precio de dos. Sic transit gloria mundi.
Pero una cosa es desprenderse de las estatuas de Lenin. Otra muy distinta es saber qué hacer con el cadáver del buen (o malo) Vladimir Illich.
Cuando Lenin murió en 1924, el astuto Stalin procedió a mandarlo embalsamar, le edificó un impresionante mausoleo a la vera de las murallas del Kremlin y en ese grandioso monumento de granito rojo lo puso en exhibición, para que la raza pudiera visitarlo.
Todo ello como parte de un culto a la personalidad del fundador del Estado soviético que, cómo no, el mismo Stalin usaría en su provecho. Desde entonces, el cadáver notablemente bien conservado de Lenin reposa en ese lugar, con escolta militar permanente y toda la cosa.
La cuestión es que a Lenin le hubieran caído como patada en el estómago (o zape a la pelona) todos esos florilegios y tributos a su persona. Dirán lo que quieran del Mongol (como le decían sus cuates… a sus espaldas), pero no era muy dado a las alabanzas y homenajes. De hecho, había dejado estipulado que deseaba ser enterrado junto a su madre. Sí, sí tenía.
Y ahora que el Estado que él creara tiene tres lustros de difunto, alguna gente se pregunta si el gasto de mantener momia y mausoleo vale la pena. Si no sería más congruente sacarlo de allí, cumplir su última voluntad y hacerlo reposar al lado de su progenitora y transformar la estructura que hasta ahora lo contuvo en algo más práctico y adecuado a los nuevos tiempos de Rusia. Como por ejemplo… una franquicia del Pollo Kentucky, que no abundan en Moscú.
El asunto, no se crean, levanta ámpula entre algunos sectores de la población, que no están muy conformes con lo ocurrido desde 1991, y siguen adorando lo que Lenin representa. Y no quieren que lo toquen ni lo muevan ni le hagan nada más que darle su manita de gato de vez en cuando. Como habrá elecciones en Rusia el próximo año, el asunto puede resultar todavía más delicado. Y así, el Mongol sigue proyectando su sombra sobre un país que hace casi dos décadas se deshizo del sistema por él creado. Hay influencias realmente duraderas. O como diría “El Andariego”: hay ausencias que triunfan…